Valoración: 8/10
Inglorious Basterds
Sin patria ni bandera
Cuando Quentin Tarantino estrenó hace un par de años la malograda Death Proof, más de un aficionado descontento reconvertido en crítico sentenció que la carrera del director había alcanzado un punto de estancamiento. Lo cierto es que hemos de remontarnos más atrás en el tiempo, hasta la incomprendida Jackie Brown, para entender hasta qué punto el cine de Tarantino se ha radicalizado (o acomodado, según como se mire) en sus inimitables principios estéticos y narrativos. Y es que, nos guste o no, el bueno de Quentin sigue siendo único.
Inglorious Basterds construye su historia en torno a la figura del Coronel Hans Landa, un implacable malvado al que persiguen la joven Shosanna Dreyfus y el Teniente Aldo Raine y su escuadrón de esquizofrénicos judíos cazadores de nazis. Las vendettas particulares de unos y otros convergerán en una sala de cine del París ocupado. Al más puro estilo Kill Bill, el argumento se desgaja en cinco fragmentos semi independientes, como si de pequeños cortos se tratara, de manera que las diferentes historias personales de los protagonistas terminan confluyendo en un final de traca.
Tarantino aprovecha gran parte del metraje para sacar a relucir algunos de sus mejores diálogos hasta la fecha, logrando varias secuencias magistrales. El inicio de la película, con esa conversación estática y alargada hasta el extremo, es un claro ejemplo de cómo debe representarse una tensión sostenida en pantalla, esquema que repite en la parte de la taberna para cerrar la película con un desenlace festivo de tiroteos y explosiones. La violencia habitual del director no es ni mucho menos el plato fuerte de la película, pero cuando aparece es verdaderamente contundente. A Tarantino no le tiembla el pulso ni para saltarse a la torera todo tipo de rigor histórico y acribillar el mismísimo Hitler bajo una lluvia de balas al tiempo que teoriza sobre el poder del cine como ajustador de cuentas.
El film cuenta con un reparto en estado de gracia que va alternando constantemente entre lenguas. Esta mixtura idiomática es maravillosa pero exige un precio: Para disfrutar Inglorious Basterds en todo su esplendor es completamente indispensable sacudirse de encima los prejuicios y verla en versión original. Brad Pitt auto descompone su condición de ídolo mediático liderando al equipo de lunáticos que componen Eli Roth, Til Schweiger, Omar Doom y los otros bastardos. No se quedan atrás Michael Fassbender, Diane Kruger, Mélanie Laurent y Daniel Brühl, éste último en un papel sorprendente. Tampoco faltan los habituales cameos, siendo los más destacados los de Mike Myers y Julie Dreyfus. Pero por encima de todos ellos destaca Christoph Waltz con un personaje que pasa automáticamente a los anales del cine. Su magistral caracterización del coronel Landa es tan paródica como terrorífica. No es de extrañar que el guión ocupe la mayor parte del metraje con su presencia. Soberbio.
Es éste es un film que bebe más del Wéstern que del Pulp o el cine bélico clásico. De hecho, la cinefilia de Tarantino está mucho más cerca del Macaroni War de Castellari que de Los cañones de Navarone o Doce del patíbulo. El plano de la pradera desde el interior de la cabaña al más puro estilo Sergio Leone, la escopeta tras la barra como en una cantina del viejo oéste o los ecos de El Álamo de John Wayne en el tema musical que abre la película (The Green Leaves of Summer, del inmortal Dimitri Tiomkin) son referencias ineludibles. Incluso Ennio Morricone deja su impronta junto a la de David Bowie en la ecléctica banda sonora, a pesar de no haber podido participar en la misma con nuevas composiciones. Hasta esos créditos en amarillo son deliciosamente Far West.
Inglorious Basterds es Tarantino a la máxima potencia, una sangrienta comedia coral en forma de gamberrada políglota, excesiva, irónica, meta-cinematográfica y sinvergüenza -en el mejor sentido de la palabra- que contentará a todos los que una vez dudaron de su talento. Su trabajo confirma lo que muchos ya sabíamos, que Quentin es al mismo tiempo una rata de laboratorio y un ratón de circo, un animal salvaje en libertad que lo mismo acerca sin complejos sus obsesiones cinematográficas a un público generalista que imparte una clase maestra de dirección. Malditos bastardos, si esto no es cine de altura, que me aspen...
Keichi
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