jueves, 10 de julio de 2014

Sombras Malditas: El Paraíso Prohibido (VIII)





Sentía deslizarse su cuerpo sin voluntand sobre las oscuras volutas que la conducían hacia el ángel negro. Sobre su cuerpo, los ricos tejidos que su piel probaba por vez primera, parecían volverse más y más pesados a cada paso, y pronto comprendió que, como en todo camino al infierno, habría de pagar por el derecho de paso a través del ominoso portal. Contra su talle, ceñido ahora por las negras plumas cuyo origen no dudaba, la rigidez se volvía trampa que dificultaba su respiración e incluso los latidos de un corazón acelerado y curioso que sentía ya más allá del miedo. Sus dedos volaron, leves y apresurados, a las rígidas plumas que parecían buscar clavarse en su carne, y un veloz rayo de dolor abrió sus yemas pagando el tributo exigido... al contacto con su sangre, cada una de las metálicas armas se convirtió en caricia, cada presa violenta sobre su pecho se volvió beso leve sobre su piel e incluso la misma tela, el que otrora fuera negro y pesado terciopelo, se tornó en extensión de sí misma, leve y frágil, alternando el negro original con retazos de un rojo sangre allí donde las gotas se habían mezclado con el tejido y formando un dibujo hipnótico que invitaba a recorrer con los dedos los caminos de sus laberintos. 

Supo, sin saber cómo, que su destino se cumplía al fin, otorgándole los medios que necesitaba para hallar las respuestas y formular las preguntas. Moira había sido el frágil hilo que la ataba a la realidad y a la cordura, y ahora que ese hilo se había roto, se sentía flotar, sin ancla ni peso que la mantuviese firme, en el viento huracanado que Taranis había traído consigo, en las tormentas que el ángel oscuro provocaba, acercándola a él inexorablemente, sin esperanza ni deseo de escapar. Mientras contemplaba, maravillada y aturdida, el amplio salón que se desplegaba frente a ella, su mirada viajó a la larguísima mesa que ocupaba el centro de la estancia. Columnas salomónicas se erguían hasta un techo tachonado de estrellas que mostraba, a pesar de la cubierta de piedra y madera, el dibujo de un cielo nocturno, tan real que la llevó a sospechar de la ausencia de materiales reales sobre sus cabezas. El calor se extendía desde una inmensa chimenea que ardía con furor, como llamas alimentadas en el mismo infierno del que provenía su creador; no era el lujo con el que estaba dispuesto el sitial que la esperaba, ni la abundancia de viandas exquisitamente preparadas lo que llamaba su atención, sino la figura hierática y mortífera, oscura y letal, que ocupaba el sillón a la cabecera. Aeryn se dejó conducir por una voluntad que no era la suya hasta el extremo opuesto, sintiendo al mismo tiempo que la distancia entre ambos era infinita y que estaba demasiado cerca, demasiado próxima al ser que la miraba sin disimulo y sin pronunciar palabra alguna que pudiese ser tomada como la invitación no formulada que la había llevado hasta allí. Le observó en silencio, dispuesta a escuchar no sólo lo que quisiese decirle, sino lo que parecía dispuesto a callar, y por su mente pasó, fugaz, un pensamiento que la sobresaltó: Supo, en ese mismo instante y sin ningún género de dudas, que siempre había estado dormida y que sólo ahora, sólo en presencia de este ser maligno, captor y enemigo, monstruo y ángel perdido, estaba, por primera vez en su vida, despierta. Que todo el dolor, cada golpe y cada grito, eran necesarios para traerla a este lado de la realidad. Una vida alejada de aquellos que creía sus iguales, una existencia transcurrida entre fieras, en bosques y cuevas, unos lazos frágiles y breves con otro ser humano que habían terminado en el mismo instante en que Taranis llegó a su vida, la convencieron entonces de lo equivocado de su camino vital, de que aquella que había fingido ser hasta ese momento, no era ella, en realidad, sino la débil y patética imagen que reflejaban los espejos humanos; sintió que su aceptación de esa realidad la fundía con la joven que le había devuelto el espejo maldito, con la que había imaginado oscura y maligna y que era, ahora lo sabía, la voz del alma de la que creía carecer. Se miró brevemente, posando su vista en los lujosos ropajes, en los rojizos símbolos que recorrían la tela con dibujos tenues, y alzó los ojos para clavarlos en aquel que la observaba en silencio.

- En qué me has convertido, Taranis? Quién soy ahora?

Un dolor agudo la hizo gemir al tiempo que alzaba sus manos para posarlas sobre el lujoso y negro mantel. En el dorso de ambas, dibujados con sangre sobre la piel, los misteriosos símbolos que antes recorrían la tela de su vestido marcaban ahora caminos laberínticos y desconocidos mensajes en un lenguaje que intuía más antiguo que el mismo tiempo. La voz tronó en el salón como una tormenta, oscura, densa y rica en matices, poderosa y temible:

- Eres mía.

Dos palabras. El absoluto de la una sentencia, de una respuesta que no consiguió que la joven doblegara su voluntad ni que apartara la mirada de los negros iris de su captor. Lentamente, Taranis alzó su mano en gesto invitador, a la par que amenazante, pareciendo invocar a una invisible presencia que apartó la faraónica butaca de la cabecera opuesta de la mesa para que Aeryn, sin siquiera ser consciente de así haberlo decidido, se sentara frente a él. Arrastrada su voluntad, doblegado su cuerpo, pero desafiante su barbilla alzada ignorando una única lágrima escarlata precipitándose de su iracunda mirada, acariciando su mejilla de marfil. 

En el rostro del caído, una sonrisa diabólica fija en su retina la imagen de esa solitaria gota de sangre, delatora de lo absoluto de su poder sobre una joven desprovista de la compañía de su escudo, su eterno compañero lupino, Shadow. Nada podría contra él ahora, su soledad frente al depredador era su condena, su físico deterioro, bálsamo para la maldición del condenado. 

Un sonido sordo, un golpe apenas audible, cristal contra cristal... la lágrima escarlata abandonó el rostro de la joven estrellándose contra la inmaculada superficie del níveo plato de la más fina y antigua porcelana que aguardaba vacío y solitario desde inmemoriales tiempos sobre la mesa. Sangre hecha piedra preciosa, vida hecha lujurioso rubí reflejando la danza macabra y lasciva del fuego en la inmensa chimenea. Y por vez primera, un brillo de ¿miedo? en el rostro de la inocente tornada princesa de las tinieblas. 

- No temas, muchacha -siseó amenazante el maldito clavando sus codos sobre la mesa- esa lágrima sólo ha sido una advertencia... Ni una gota más de tu sangre correrá mientras fluyan las respuestas por las que aún vives. Dime... ¿qué eres?

Ni el misterio, ni la oscuridad, ni siquiera la magia que parecía envolverse en torno al Oscuro, conseguían superar el asombro que la pregunta sembró en ella. Había acudido a su mundo en busca de respuestas y se convertía en blanco de preguntas; necesitaba caminos y le eran alzados muros de piedra a su paso. Hipnotizada por la gema de sangre que su dolor había creado, oyó su voz, como surgida de algún lugar oculto y ajena a su voluntad, que contestaba a su captor.

- Soy... soy recuerdos, pero no míos. Soy guardiana de algo que desconozco y cuya existencia no puedo sacar a la luz. Soy algo que has provocado y cuyo origen buscas. Por qué estoy aquí? No puedo darte las respuestas que no poseo, Caído, así que vierte toda la sangre que desees, porque nada puedo hacer para impedírtelo.

Arrastrado por las palabras de la joven, invitador hechizo, el maldito se alzó de su silla, y avanzó lentamente hacia ella, fundidas sus miradas en encendido desafío. El ritmo de su caminar marcado con el atronador estruendo de sus botas azabache contra el pulido mármol de la estancia a cada paso, con el chirriar de sus alas de acero creando las cortantes plumas nuevas vetas sobre la fría roca a sus espaldas.

- Muchas criaturas he conocido a lo largo de mi larga existencia, todo tipo de seres han perecido entre mis manos durante esta condena... pero no... -siseó- no... no eres ninguno de ellos... ¿qué eres? ¿qué eres?...

El caído giraba, mientras la pregunta se repetía una y otra vez entre sus labios, ya ni siquiera dirigida a la joven, sino a lo más profundo de sí, al rededor de ella. Sus alas creando un muro de oscuridad en torno a Aeryn, los pliegues del kilt en sobrio y elegante rojo sangre y negro, suspirando, gimiendo quedamente al rozarse a cada vuelta con la tela que vestía los brazos de ella en total inmovilidad sobre la butaca...

- Y cómo demonios -gritó repentinamente Taranis acercando peligrosamente su rostro al de ella, encendida su mirada con el más poderoso y temible ígneo fuego de la furia- puedes ver, recordar lo que a mí mismo me ha costado siglos de vida, de muertes, poder recuperar, poder recordar? Cómo!!!!

Un gruñido ensordecedor, un torbellino de rojo y negro, alas y kilt arremolinados en un raudo giro en el instante mismo en que parecía que la destruiría tan diminuta como parecía ante su figura inclinada, y se alejó. Todo fue silencio de nuevo, y el caído se tornó mera silueta apostado frente a la inmensa chimenea, noche entre las sombras que arrojaba el crepitar del fuego, apoyado sobre la grotesca figura de una gárgola custodia de la lumbre. Dos bestias eternas, frías, hechas una.

La oscura silueta recortada contra el fuego de la chimenea, parecía multiplicar su sombra hasta cubrir cada rincón de las paredes que los encerraban juntos en aquella estancia. El rostro de Taranis a sólo unos centímetros del suyo, estremeció su cuerpo de terror y congeló la sangre en sus venas. Aeryn hubiese deseado huir, esconderse de nuevo en su lujoso cuarto con Shadow, aún siendo prisión para ambos, y abandonar la presencia de este ser maldito que la afectaba de un modo que no lograba comprender. Se sabía incapaz de mantenerse en pie en ese instante, atacada por una debilidad mortal que la privaba de movimiento, como si una fuerza invisible la mantuviese atada a su silla, y sentía que la cercanía del monstruo absorbía su propia esencia vital, hasta el último resquicio de cordura y energía que poseía, para hacerlos suyos y aumentar aún más, si es que eso era posible ,su poder y dominio sobre ella.

- Mi lobo... Shadow, me protege de ti, es todo lo que sé. Sé también que tu cercanía me hiere, que puedes matarme con tu simple pensamiento pero que tus recuerdos viven en mí y despiertan en tu presencia. Sé que siempre han estado en el fondo de mi memoria y que has llegado para sacarlos a la luz. Sé que es una maldición que no pedí, un regalo violento y cruel que no deseaba y que sólo tú puedes arrancarlos de mi mente.

Su mente repasaba, febril, cada instante de su pasado, cada día de su larga y solitaria vida en busca de algún indicio, de alguna respuesta oportuna que pudiese regresarla, sana y salva, al lado de Shadow y la protección que éste le ofrecía.

- Mi madre me abandonó al nacer en este pueblo. Un colgante extraño es la única pertenencia que me dejó, la única posesión que no me han quitado a lo largo de los años. No envejezco, o lo hago tan lentamente que apenas es perceptible, por lo que fui llamada bruja y alejada de todo y de todos. Y Shadow... Shadow me acompaña desde que tengo memoria, desde el primer día de mi exilio de entre los humanos, como si hubiese aguardado en las lindes del bosque, cuidándome en la distancia. Tampoco él se ve afectado por el paso del tiempo. 

Intentó alzarse en su silla, pero una fuerza invisible la obligó a sentarse nuevamente, los brazos caídos, sin fuerza, sus piernas incapaces de responder a su voluntad y su mirada fija en la figura que se paseaba, impaciente y violenta, frente a las llamas que rugían en la enorme chimenea.

- Qué es todo esto?- preguntó la joven señalando con un gesto de su brazo la mesa cargada de viandas- por qué finges una hospitalidad que no conoces? No es necesario esta pretensión de una cena entre los dos, como si fuésemos algo más que captor y cautiva. Déjame irme. Deja que me reúna con mi lobo y permite que nos vayamos. Juro no rebelar tu existencia a nadie- la ironía rezumaba en su tono, consciente de que nadie la escucharía por más que quisiese faltar a su palabra- no somos para ti más que un juguete, un instante fugaz de entretenimiento en tu eterna y solitaria vida. 

Una vez más, y sin poder evitarlo, una parte de ella se preguntó la razón de la presencia del Caído en este remoto y ruinoso castillo. 

- Busca otro lugar, alguien más que pueda darte las respuestas que buscas, y llévate contigo estos recuerdos que has guardado en mi mente.

Taranis escucha en silencio cada palabra del relato, inmóvil, invisible su expresión, sombra impenetrable recortada a contraluz contra las llamas. Escucha, hasta que la voz de Aeryn parece extinguirse tras su última súplica y es su turno de liberar las palabras...

- No hay otro lugar, ni nadie más que pueda darme las respuestas, los recuerdos... -girando lentamente hacia ella, sin alzar la voz, mirando fijamente a la joven pero ni siquiera viéndola- Llevo una eternidad explorando mentes, corazones, devorando vida para recolectar así retazos, detalles, pedazos de una existencia perdida... y ahora que te tengo frente a mí, custodia inconsciente de todos mis secretos, de mis recuerdos perdidos, no buscaré más. 

Sus erráticos pasos conducen al caído hasta la cabecera opuesta de la mesa a la que ella ocupa, y allí toma asiento, sin apartar la mirada de ella, sin que sus ojos rompan el eclipse. 

- Come, Aeryn, aliméntate, pues es mi deseo que mantengas la vida latiendo en tí hasta que todo lo que ocultas, todo lo que crees ignorar, florezca y sea mío, tus recuerdos, mis recuerdos...

Sus hipnóticas palabras flotan como un hechizo entre ellos, y la comida, de repente, se hace irresistiblemente apetecible a ojos de la joven cautiva.Los cubiertos inexplicablemente se hallan entre sus dedos, el hambre reclama su tributo y los manjares, los aromas seductores, son algo a lo que el instinto no permite resistirse. Abandonada su voluntad, víctima del sortilegio, Aeryn comienza a devorar ante su atento captor que, tras una mirada de poderosa satisfacción, observa a su presa mientras acaricia, distraído, una pieza de fruta que se arruga y pudre al instante bajo su mero tacto mortal. 

Pasan los minutos, quién sabe si las horas, y poco a poco el hambre de la joven se sacia, siendo sustituida por una dulce somnolencia inducida por el silencio compartido sólo roto por una suave música de desconocido origen, un eco lejano que parece acunarla al olvido estremeciendo las plumas mismas de su atuendo de tinieblas. Recuesta su cabeza sobre el enorme respaldo del butacón, lucha por mantener los párpados abiertos incapaz de vislumbrar más que el borroso resplandor del fuego y una figura negra, amenazante, que se mueve a su alrededor... 

Se hace la noche en sus ojos, y lo único que puede sentir es el peso de unas recias manos masculinas sobre su frente y, partiendo de ellas, un dolor eléctrico enraizándose hasta lo más profundo de sus entrañas, de su mente, de su atormentada alma... 

- Es hora de recordar, Aeryn... -susurra el caído desde el corazón de la oscuridad 

Un destello de luz rompe toda tiniebla. Comienzan las visiones.

Continuará...

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