La enorme y pesada puerta
se cerró con un golpe que auguraba el final de un camino, el punto sin retorno
de un sendero maldito que nadie más habría de recorrer alguna vez. Aeryn se
dejó caer, desmadejada y vencida, sobre el alfombrado suelo de la estancia sin
apenas prestar atención al lujo que la rodeaba. Shadow, su protector y su
ancla, reposaba a su lado proporcionándole el calor que parecía huir de sus
miembros entumecidos.
El corazón galopando, la
sangre rugiendo veloz y ardiente en sus venas, los pensamientos girando a una
velocidad vertiginosa en su cerebro confuso, hacían estremecer el cuerpo de la
prisionera como si hubiese sido poseído por la fiebre. Sus dedos, largos y
delicados, se cerraban sobre el pelaje amigo del lobo, buscando la familiaridad
del contacto y el consuelo que siempre le proporcionaba. El tiempo se detuvo...
qué más daba, si su captor había dictado su sentencia perpetua, su condena a
muerte tras aquellas paredes cubiertas de tapices, que parecían burlarse del
destino impuesto a quien nunca poseyó nada que no hubiese fabricado con sus
propias manos? Aeryn no sabía cuántas horas habían transcurrido desde que la
puerta se cerró sellando su destino; no había en la estancia más luz que la que
las múltiples antorchas proporcionaban, ni ventana alguna que le diese una
visión del mundo exterior. A pesar de su estado de entumecimiento, del miedo
que clavaba las garras en su pecho impidiéndole respirar profundamente, supo
que se encontraba en las entrañas mismas de la tierra, en un lugar en el que
nunca sería encontrada. Una risa histérica y una carcajada amarga brotaron de
su garganta dolorida.
- Estúpida, Aeryn...cómo
puedes ser tan estúpida? Quién va a buscar a la bruja que rehuyen desde hace
décadas? Quién se preocupará cuando mi capa roja deje de asomar entre los
árboles esporádicamente, cuando se den cuenta de que hace semanas o meses que
nadie tiene que alterar el curso de sus pasos para esquivarme?
Se irguió en toda su
pequeña estatura, menuda y aterida, demacrada y débil, apoyándose en la firme
columna de su fiel Shadow, que no había proferido ni un gemido, ni un gruñido
más desde que Taranis les abandonó en su cárcel de lujo. Se inclinó sobre la
noble cabeza, abrazando el calor y el olor a tierra mojada y bosque que siempre
acompañaba al lobo y dejó que sus dedos se perdiesen en una caricia lenta.
- Mis respuestas,
Shadow... no he encontrado ninguna y han surgido, sin embargo, más preguntas.
Se dejó caer de rodillas
frente a su amigo y buscó su mirada ámbar colocando ambas manos a los lados de
su mandíbula fuertemente cerrada.
- Es verdad,Shadow? Ha
dicho que tú alejas de mí la enfermedad y la muerte. Cómo podría ser cierto?
Eres un lobo, uno más de la manada... longevo, al igual que yo, quizás aquejado
por la misma maldición ,pero...
Se llevó las manos a la
cabeza en un gesto desesperado, intentando acallar las mil preguntas, las
dudas, el miedo y el dolor que la asaltaron de repente como una avalancha. El
lobo, sensible al delicado estado mental en el que se encontraba su protegida,
empujó con su hocico el hombro de la joven forzándola a alzarse y buscar el
cobijo del lecho que se abría, acogedor y cálido, en el centro de la
habitación. Como una muñeca sin voluntad se dejó guiar hasta que sus rodillas
tocaron el colchón relleno de plumas. Sentada en el borde de la cama, observó
con atención por primera vez el espacio que la rodeaba.
Su nueva prisión era
amplia y estaba profusamente iluminada, con múltiples huecos que acogían
antorchas decoradas como garras de distintos animales. El techo era alto, al
menos tres veces su estatura y, a pesar de ello, el ambiente era cálido y seco.
Una gran chimenea crepitaba lanzando de vez en cuando una chispa, que salía disparada
de los troncos que ardían con generosidad.
Los muebles eran escasos
pero suntuosos. Aeryn podía reconocer la calidad de su manufactura aunque nunca
hubiese poseído algo semejante. A los pies de la cama, un gran arcón de madera
decorada de apariencia antigua; sobre el lecho, un dosel con cielo de brocado
rojo sangre hacía descender por los laterales gruesos cortinajes de terciopelo
negro. Una cómoda de gran tamaño, una silla aparentemente confortable y un
enorme armario de tres puertas completaban la decoración del lugar.
Ni siquiera la curiosidad
pudo impulsarla a levantarse a explorar. Si el ángel oscuro decía la verdad,
tendría el resto de su vida para conocer cada poro de la antigua madera, cada
astilla que pudiese arrancar de esa cárcel de oro. Una mirada cansada hacia sí
misma la hizo consciente de su aspecto harapiento, de los jirones que colgaban,
como una mortaja sobre un cadáver, de sus miembros agotados. Tiró con más rabia
que fuerza de los restos de la capa a la que había llegado a acostumbrarse y el
vestido, ya viejo desde hacía años, casi se deshizo en sus manos; una sencilla
túnica con cuello en V, de lana azul oscura y recogida en la cintura con un
cinturón de cuero trenzado que ahora sostenía los trozos rasgados y que apenas
cubrían su cuerpo protegiendo su pudor. Se recostó despacio y tuvo la sensación
de precipitarse al vacío, acostumbrada como estaba a la dureza del suelo de la
cueva o a su catre apenas acolchado por un par de mantas dobladas.
- Sube, Shadow... te
necesito... no quiero estar sola!
Un sollozo rompió su
compostura y su aparente valentía mientras se abrazaba, como una niña perdida,
a la piel cálida del lobo. Enterrando el rostro en el pelo del animal, dejó que
los gemidos la estremeciesen por fin sin control, sin preocuparse por nada más
que por su dolor y su desesperación. No importaban ya los motivos que la habían
llevado ahí... no habría venganza porque había visto una muerte sin culpa, la
misericordia de un final compasivo a manos de un asesino sin corazón ni sentimientos
que podía, en cambio, dar la paz a un alma humana atormentada por la enfermedad
y la vejez.
No habría regreso, porque
no había lugar al que volver ni nadie que esperase, con el farol encendido, que
encontrase el camino de vuelta al hogar en medio de la oscuridad de la noche o
en el fragor de la tormenta. Sólo los animales, su compañía constante a través
de su larga vida, se percatarían de su ausencia, pero no había en ellos más que
instinto y bondad; ocasionalmente, olvidarían que una vez una hembra humana
caminó entre ellos como una más de la manada, como un ser en armonía con el
bosque y la naturaleza salvaje que todos compartían. Al final, sólo Shadow
compartiría su condena y el castigo a su osadía, y quizás ese fuese, en aquel
momento, el mayor de sus arrepentimientos. El llanto agotó las escasas energías
que le quedaban y el sueño llegó como una bendición reparadora. Abrazados
ambos, bestia y mujer, las pesadillas se mantuvieron apartadas y la respiración
de ambos fue el único sonido que se oyó en el cuarto durante horas.
El regreso a la realidad
fue un descenso lento al infierno de la incertidumbre, a la indecisión acerca
de cuál habría de ser el siguiente paso. Recordó las palabras de Taranis, la
orden categórica que tronó su voz, y una vena de rebeldía envió una poderosa
negativa a su mente y a sus labios.
- Puedo ser su
prisionera, pero no seré su esclava. Si quiere mi presencia para atenuar su
soledad o apagar su aburrimiento, tendrá que obligarme... no soy su invitada ni
él es mi anfitrión.
Se giró en el enorme
lecho y dejó que la presencia de Shadow la hiciese sentir de nuevo una mujer
valerosa, y no la temblorosa víctima en la que se había convertido en presencia
de ese ser oscuro.
- El gran comedor!-
murmuró alimentando el enfado que la había despertado- Como si pudiese
encontrar mi propia sombra en este laberinto...
El sentido de esa frase
la hizo incorporarse de repente como impulsada por un resorte mientras tomaba
entre sus manos la cabeza de Shadow, animada por una nueva resolución.
- Comprendes lo que eso
significa, Shad? Me espera en el gran comedor para la cena: La puerta no está
cerrada con llave!
Mientras un plan de
escape comenzaba a forjarse en su mente, un oscuro e insidioso pensamiento
intentaba abrirse camino hasta la superficie: la triste realidad era que, al
lado de aquel monstruo sin alma, cerca de aquel que prometía muerte y dolor con
su sola presencia, se sentía más viva de lo que nunca se había sentido...
quizás esa era la razón de ser de una existencia errante en el tiempo y anclada
en el espacio... encontrar aquello que la hiciese vivir por primera vez en casi
un siglo, aunque llegase disfrazado de miedo y agonía, de la proximidad de la
muerte misma, envuelto en la amenaza letal de desaparecer en el vacío , porque
de eso se trataba, al fin y al cabo, la vida: Un instante entre la partida y la
llegada, entre el punto de origen y el destino. Y Taranis era, en sí mismo, la
mayor de las preguntas, la más ansiada y misteriosa de las respuestas y el
viaje a través de un alma, buscando a otra sin saber si ésta existía o era tan
sólo una quimera...
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Taranis, envuelta su
agresiva desnudez por sus letales extremidades, alas de noche con afiladas
cuchillas por negras plumas, sombra entre las tinieblas, yace sobre la
desvencijada cama imperial de un abandonado y olvidado aposento, su habitación
en el corazón mismo de la roca del castillo.
Su rincón más íntimo,
donde, desde hacía siglos, ninguna presencia humana había osado penetrar. Su
refugio y único testigo de su ira y dolor en soledad. Arañazos esbozando
intrincados cuadros de sufrimiento horadando los muros, en cadáveres
despedazados tornó los cortinajes, los tapices que pendían inertes y
destrozados de sombrías paredes, y los velos desgarrados de lo que tiempo atrás
fuera una mosquitera, precipitándose ahora sobre su figura y meciéndose al
compás de una respiración agitada.
Su aliento entrecortado
nace de la inquietud que de un brillo rojizo dotaba a su mirada despierta
mientras la clavaba en el faraónico espejo que, a los pies de su cama, en su
día sirvió para vestir reyes y señores de alta alcurnia, y ahora era su puerta
a aquello que sus ojos quisieran ver.
Tras el muro de líquido
cristal que devolvía la imagen del maldito yacente, pronto llegaron las
místicas brumas que desdibujaron sus contornos y dieron forma, línea a línea, a
la silueta de la joven cautiva y su eterno acompañante lupino. Ambos, sobre la
cama y abrazados como un único ser, parecían descansar plácidamente, seducidos
por un colchón bajo su ser largo tiempo negado…
Taranis, sin ser
consciente siquiera, había descendido de la cama, y levantando chispas contra
la fría roca con el roce sus alas mortales, había reptado hasta casi colisionar
su rostro con la superficie del espejo. Estudió con extrema lentitud las
facciones de la joven, el crepitar de unos ojos inquietos bajo los párpados sin
duda presa de oscuras visiones de pesadilla, el titilar de unos labios
entreabiertos privados de palabra, el palpitar de un pecho donde, contra todo
pronóstico, continuaba latiendo la vida… Maravillado por la fortaleza de su
fragilidad, Taranis reparó en que en la batalla de voluntades que entre ambos
se había librado, el eterno atuendo escarlata y el vestido que pudoroso
escondía cada centímetro de nívea piel de la joven, habían resultado vencidos.
Muchos eran los puntos
donde la tela había sucumbido bajo el corte mortal de las negras plumas del
depredador, muchos eran los lugares donde el fuego de la tormenta desatada
había quemado el terciopelo desgastado… Sus vestiduras, otrora etéreo atuendo
de un ser sobrenatural de los bosques ahora parecían vestir a una vagabunda,
una repudiada, descastada y expulsada de la humana sociedad… y en cierta forma
lo era, pero no lo sería entre los muros que ahora eran su hogar, su prisión.
Una risa susurrada,
apenas audible, pero no por ello menos sibilina y diabólica, escapó de entre
los labios del ángel caído mientras, sin separar su cuerpo del suelo, y de
nuevo reptando como la más repulsiva de las criaturas, se acercó a un armario
olvidado del vestidor para, tras destrozar gran parte de su contenido y hallar
lo que parecía buscar, regresar al gélido espejo donde, entre brumas,
continuaba la imagen de la pareja durmiente. Brillo rojizo en su mirada, entre
el fuego y la sangre, una ceja en alto, desafiante, y un paso adelante para desaparecer,
como quien se sumerge en un lago, tras la superficie del espejo, que ahora, en
una habitación vacía, nos muestra a Aeryn y Shadow aún durmientes, y a una
negra figura de ojos de fuego a su lado…
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Aeryn, renovadas sus
energías y recargadas sus ganas de vivir y sus ansias de libertad tras las
horas de merecido letargo, giró sobre sí misma descendiendo sus piernas fuera
de la balsa de seguridad que había sido la cama, no sin emitir un suspiro
ahogado cuando las plantas desnudas de sus maltrechos pies hicieron contacto
con el frío de la roca del suelo de la estancia.
Sentada en el mismo
borde, con los ojos aún entrecerrados y sintiendo no sólo el frío bajo sus
pies, sino la invitadora corriente de aire que se colaba por la puerta
entreabierta, respiro profundamente, recopilando toda la determinación de que
era capaz, para lanzarse a la aventura de una huida de incierto resultado. Su
rictus se endureció, sus manos se crisparon en puños, y sin abrir siquiera del
todo los ojos, se alzó con decisión, pero en su primer intento de caminar
trastabilló y a punto estuvo de precipitarse al suelo.
Sus ojos, ahora abiertos
y de inquisidora mirada, turbados por el desastroso resultado del primer paso
de su plan, buscaron raudos al enemigo que había osado perturbar su equilibrio,
y sus pupilas se dilataron aún más al encontrarlo.
Unos zapatos, botines,
que esperaban su encuentro al pie de la cama, negros, semiocultos en las
sombras. Femeninos y elegantes a la par que funcionales para no volver a
tropezar en las irregularidades del castillo infernal. Detallados con
intrincados ornamentos de negro cuero engarzado en finísimas cadenas que
destellaban seductoras a medida que Aeryn los evaluaba moviéndolos con el pie,
curiosa.
A medida que era más
consciente de su entorno, y, sobre todo, de los cambios obrados en él durante
su sueño, fue elevando la vista, invocada por otros destellos, el brillo del
otro objeto que, junto a los lujosos zapatos, había llegado a sus aposentos mientras
ella se hallaba más allá del mundo real, vagando, perdida por el reparador
reino de los sueños junto a su protector, Shadow.
Sobre una butaca que por
su aspecto cualquiera podría asegurar que llevaba allí una y mil vidas, pero
sobre la que no reposaba ni una atrevida mota de polvo que así lo delatara,
yacía una cascada de irreal tejido negro azabache, ondeante, invitadora…
Vacilando pero sin poder
resistirse a su atracción, Aeryn se aproximó al trono olvidado y, tímida a la
par que decidida, tomó entre sus manos el lujoso atuendo que se presentó entre
sus dedos como un vestido de opulenta y pecaminosa gala.
Terciopelo, seda,
engarces de preciado azabache, obsidiana y pedrerías más allá de su
conocimiento, ornamentos en su talle que a la pupila se sugerían plumas pero
que al tacto carecían de suavidad y revestían gelidez metálica… Un atuendo de
absoluta oscuridad, un vestido no de noche, sino encarnando la noche misma, con
todos sus peligros, toda su seducción. Un diseño salido del corazón mismo de las
tinieblas cuyo tacto y aspecto trajo a la memoria de la joven la vívida imagen
de las alas de su captor, que tanto pavor como atracción provocaban en ella.
Tal evocación hizo que
Aeryn cesara sus caricias sobre la tela y sus complementos, y la dejara caer de
nuevo sobre la butaca, luchando contra su hechizo, haciendo acopio de las
fuerzas que del rechazo nacen iracundas. El tiempo se detuvo e incluso la brisa
que a través del pórtico se colaba pareció contener el aliento durante unos
instantes eternos en que la joven se enfrentaba cara a cara a sus dudas, el
debido rechazo frente a la lujuriosa tentación de vestir el lujo que nunca se
atrevió ni a soñar. La mirada descendiendo, el brazo alzándose tembloroso y
lento hacia la susurrante tela, cayendo de nuevo, una y otra vez.
Incapaz de retirarse o
saltar al vacío, Aeryn enterró el rostro entre sus manos, respirando
profundamente entre sus dedos en pos de una calma, decisión y fuerza para
continuar adelante y pelear por el fin de su cautiverio.
Pasaron segundos, quizá
minutos, y en su mente y sin saber por qué se asentó la certeza de lo
inevitable a medida que una eléctrica y extraña sensación invadía cada
centímetro de su cuerpo. Lenta, muy lentamente, descendieron las yemas de sus
dedos en una consoladora caricia involuntaria, abandonando su rostro y
rompiendo la seguridad de la forzada ceguera. Sus párpados se desplegaron
buscando su propio reflejo en la fría objetividad del espejo, conociendo,
sabiendo, lo que encontraría.
Una extraña que no era
otra que ella misma le devolvía la mirada, entre arrogante y asustada, desde el
otro lado del cristal. Oscura, hermosa y mortalmente viva, la joven, réplica
diabólica de Aeryn, se observaba, una y otra vez, desde el intrincado y barroco
peinado salpicado de perlas negras, plumas y finas cadenas, bajando por las
cataratas de negro terciopelo de su vestido hasta el mortal filo de la punta de
sus zapatos. Y de nuevo los ojos ascendían, admirando, temiendo, mientras, a
este lado del espejo, sus manos se posaban sobre su vientre comprobando que no,
no existía ilusión óptica. Consciente, o inconscientemente, el vestido era
ahora una segunda piel también a este lado de la realidad, y parecía incluso
respirar con ella, vivo.
Por fin los ojos de la
joven oscura y los de Aeryn se atrevieron a encontrarse, realidad e imagen
fueron una, conectaron en un instante de violento reconocimiento que provocó el
más intenso de los vértigos en las mismas entrañas de la que fuera pacífica
criatura del bosque y ahora se viera transformada en señora de la noche. Pero
su gemela al otro lado del cristal, ajena al miedo, sonrió, ladeado en
diabólica mueca el rictus de sus labios, y la claridad de sus ojos enmarcados
en un maquillaje que viajaba del color ceniza al más inescrutable negro, se oscureció,
y tornó fuego… ni siquiera eran ya sus ojos, ni su sonrisa, sino las de su
ángel captor, invitando, arrastrando…
La integridad de su
reflejo se tornó humo, pura negrura viva que borró los contornos de la réplica
de sus aposentos en el espejo, y redibujó la estancia creando la imagen de un
suntuoso comedor, perdiendo el espejo su ser, su esencia, para ser puerta,
pasaje ineludible e imposible, pero real.
Aeryn, presa de un
asombro próximo al trance, comenzó a caminar por la senda de humo que se precipitaba
desde el marco que sostenía el cristal, hacia el interior de la puerta, del
espejo. Ajena al peligro, ajena a lo sobrenatural de la situación, ajena al
lamento de su compañero, Shadow, que, aún sobre la cama, retraía sus mandíbulas
mostrando su plena desaprobación… Un paso, dos, un parpadeo en el instante
justo del impacto en el que cruzar el umbral, y su cuerpo desapareció de la
alcoba para ser de nuevo físico en aquel comedor de pesadilla.
Las pupilas inyectadas en
sangre de Shadow, inmóvil mas en posición de ataque sobre la cama observando a
la extraña en que parecía haberse transformado su compañera eterna, se
dilataron al máximo. Sus gruñidos se maximizaron en el instante mismo en que
Aeryn cruzó la superficie del espejo, devorada por las brumas negras que en el
él se formaban y de él se vertían, ponzoñosas, sobre el suelo de la estancia, y
sus instintos le impulsaron a flexionar las patas y, de un salto, abalanzarse
en pos de la joven, cruzar con ella al incierto otro lado…
Pero no hubo sobrenatural
viaje para el lobo, su cuerpo encontró la dura superficie que se quebró en mil
afilados pedazos cuando, con el impulso de todo su peso, Shadow colisionó
contra el espejo. La imagen de Aeryn en su atuendo de tinieblas avanzando por
el gran salón se tornó caleidoscopio, fragmentada, precipitándose al suelo,
sumergiéndose el cristal en la suave cabellera del fiel protector de la joven,
ahora inconsciente, al pie de un espejo roto, silencioso y ciego, sobre un
charco de su propia sangre…