Valoración: 4/10
La mujer sin piano
Como una noche en vela
Javier Rebollo ya dejó bien claro que era un director polémico con su primer largometraje. En su día Lo que sé de Lola cosechó tantas alabanzas como abucheos entre la crítica española pero en cualquier caso nos descubrió a un director que hacía películas diferentes y personales. Tan personales que se permite repetir los mismos esquemas sin demasiadas preocupaciones. A pesar de que La mujer sin piano es un film con una nula salida comercial a Rebollo deben de cuadrarle las cuentas, por lo menos mientras un jurado tan prestigioso como el del Festival de Cine de San Sebastián te siga dando premios y la jugada salga rentable.
La televisiva Carmen Machi da vida a Rosa, la típica maruja patria cuya vida gira en torno a la cocina, la televisión y el salón de belleza casero que tiene montado en su modesto apartamento. Durante un buen rato la cámara de Rebollo nos muestra una vida anodina junto a un marido ausente que no mira a los ojos ni abre la boca para otra cosa que no sea comer, recorriendo un apartamento coronado por un cuadro de museo completamente fuera de lugar. Al caer la noche, Rosa asume una nueva identidad y transmutada en una persona diferente huye por la ciudad sin un destino concreto.
El film de Rebollo entra entonces en un espejismo vital a través de ese viaje errático y completamente arrítmico por las calles de Madrid que desde un primer momento se ve que no va a conducir a ningún sitio. Rebollo retrata con un detalle obsesivo una capital decrépitamente cañí y bañada por una fotografía irrealmente azulada, con sus recepciones de hotel propias de tiempos pasados, sus putas de saldo y esquina, sus pasamanos desgastados y sus barras de bar enmohecidas, como si todo el mobiliario urbano estuviera recubierto por unas telarañas invisibles. Es una visión absolutamente extraña, surrealista y soporífera como pocas, porque durante el resto del film Rebollo no hace más que intercalar éste vagabundeo con acontecimientos aparentemente triviales en un constante plano fijo en el que entra y sale el actor checo Jan Budar.
La mujer sin piano pretende ser un lienzo en blanco sobre el que proyectar nuestras conclusiones psicológicas, sociales e incluso políticas cuando en realidad estas brillan por su ausencia. Más allá de su alucinada odisea nocturna la película está completamente vacía pero si el director mete una foto del pacto de las Azores y retransmisiones de la guerra de Irak de vez en cuando pues como que todo queda mucho más metafórico e inteligente. ¡Sí que llega a destiempo esta historia! Mejor no hablar de la poca cercanía de unos recursos que pasan por ser irónicos, por ejemplo el ruido de los tacones de Rosa golpeando las aceras mientras la cámara la persigue y (de repente, el horror) suena esa fanfarria deliberadamente desacompasada con las imágenes.
No es nada sencillo entrar a valorar una película como esta. En primer lugar, esta historia hubiera funcionado mucho mejor si durara solo media hora, aunque para ello el director hubiera tenido que repetir ideas que ya había explorado en sus primeros trabajos, cortometrajes que llevan títulos tan esclarecedores como En camas separadas o En medio de ninguna parte. Pero dónde hay que entrar realmente a valorar el trabajo de Rebollo es en sus pretensiones. Yo mismo defendía las virtudes de una película como Tiro en la cabeza argumentando las posibilidades de su discurso narrativo. Aunque aquel film era indiscutiblemente aburrido, por lo menos su aburrimiento no era estéril como el de esta película. A diferencia de Rosales, Javier Rebollo confunde la trasgresión con el ridículo. Con todo, quiero pensar que Rebollo no nos está provocando, aunque recomiendo al lector interesado que consulte algunas de las entrevistas al director que abundan en la red en las que lo mismo habla de Truffaut que de John Ford. Para mear y no echar gota.
La mujer sin piano es como una larga noche en vela. Al final sale el sol y el cuadro vuelve a su lugar de siempre. No se puede hablar de película fallida porque esa ha sido precisamente la intención de su director. Consciente de que algunos iluminados -evidentemente, ningún espectador en su sano juicio entre ellos- la encontrarán incluso motivadora para el futuro de nuestro cine, salvaremos su trabajo de la hoguera por ser una propuesta diferente e incluso coherente en su obsesión. Eso sí, una advertencia final a su creador: Señor Rebollo, si lo que ha pretendido es rodar una pieza de videoarte, expóngala en un museo, no en una sala de cine. Más que mala, indignante.
Keichi