viernes, 30 de diciembre de 2011

Evan (IX)


- CAPITULO 9 -

JANE

Un familiar timbre de despertador me aleja confusa de mi ensoñación. Tanteo una cama vacía y el desasosiego me incorpora con brusquedad, dándome cuenta de la soledad de un dormitorio que no es el suyo. Mi casa. Estoy en mi casa, pienso turbada con el corazón comenzando a cabalgar por su cuenta, acelerado.

Ilumino la estancia enrollando las persianas nerviosamente, contemplando el sol del mediodía que baña cálidamente las calles de la ciudad, llevándose con él, la humedad y los restos de tormenta que azotaron el cielo de la noche anterior.

Estupefacta, mis ojos advierten en el escritorio una nota. Con los latidos retumbando en mi pecho dolorosamente me acerco a pasos lentos e inseguros hacia el mueble.

“En mi vida no hay lugar para ti, olvídame o recuérdame, pero no me busques... Evan”

Con los ojos aguados, leo una y otra vez una sentencia cada vez más borrosa.
Imágenes de pasión, de sexo, de amor, se enredan en mi cabeza con cada palabra leída, encogiendo un corazón hasta hace una horas henchido de felicidad.

Me exige el resto de la tarde recuperar la serenidad que Evan ha destruido en tan solo un par de segundos, Como un castillo de naipes que se desploma en un instante, todas las evidencias que yo creía ciertas, se han transformado en mentiras.
Un hormigueo en el cuerpo, me debate entre el orgullo herido que clama por alejarse de ese individuo y la incredulidad de una caligrafía perfecta, fría, imponiéndome un destierro forzoso que me niego a aceptar, no sin antes escucharlo de los labios que anoche me llevaron a la gloria.

Tras meditarlo durante una insípida cena precocinada, decido salir en su busca. Miro el reloj, casi medianoche.

La parada de taxis se encuentra a tan solo dos manzanas, que recorro impacientemente con la extraña sensación en mi nuca de una presencia observándome. Me estremezco sintiéndome ilógicamente acechada y volteo la cabeza asustada con cada golpe de viento.
La intimidante sensación no desaparece ni siquiera en la seguridad del coche y me remuevo inquieta mientras cruzamos la ciudad.

El viejo caserón y su fachada decrépita, esconden un lujoso loft lleno de comodidades, pero la puerta entreabierta y el eco de mi voz, me lo devuelven completamente vacío a como yo lo recordaba. Ningún mueble llena la habitación, ningún cuadro adorna ya las paredes, ni mis pies pisan ya sus hermosas alfombras.

Como si nunca hubiera existido.

Rompo a llorar como una niña por la frustración y el abandono. No puedo creerlo. Todavía conservo su aroma impregnado en mi piel. Me abrazo desconsolada.

Salgo al callejón, caminando a la deriva, a merced de la angustiosa oscuridad, con la única compañía de la luna llena regalándome compasiva su penumbra plateada.

Sin más recurso que la rendición, me encamino al fin, abatida, hacia mi apartamento.
Cruzo calles solitarias, con mala iluminación y acelero el paso asustada, ya que persiste la alarmante sensación de multitud de ojos clavados en mí. Energía turbadora y poderosa acuchillándome el alma.

Una oleada de nauseas me invade, al sentirme envuelta por una repentina neblina que se forma a mi alrededor, cegándome, no veo nada. Asustada, mi garganta conjuga un grito insonoro que muere antes de llegar a mi boca, no puedo respirar. Alargo los brazos, tanteando el vacío delante de mí, abriéndome camino entre la densidad de la bruma.

Una risa macabra acaricia mi oído erizando cada célula de mi piel. Me invade el pánico, pero antes que mi cerebro le ordene a mi cuerpo una imperiosa huida, una punzada de dolor en mi cuello me clava en el sitio aflojando todo mi cuerpo. Araño unos brazos de acero que me aferran con fuerza, intento desasirme del blindado abrazo que me oprime el pecho, pero mi lucha son cosquillas ante un enemigo que no puedo ver ni rechazar.

Algo me succiona tan fuerte que siento los músculos de mi cuello desgarrándose. La visión de la herida de Marisa me advierte de la aterradora realidad. Vampiros. Voy a morir.

Lo último que soy capaz de oír, es un gruñido gutural y sobrecogedor mientras el olor de mi propia sangre impregna mi nariz.

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-Sikeray-

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