Juana y Raúl caminaban felices, sujetas sus manos en un tierno lazo, como a ella le gustaba. Su destino era la prestigiosa Clínica del Dr. Ferrán. Se habían estado preparando durante las últimas semanas para un gran acontecimiento; en realidad podría decirse, que se habían estado preparando durante los últimos setenta años.
Fueron recibidos por una simpática enfermera, de melosa sonrisa, que los acompañó a una espaciosa sala de espera, elegantemente decorada. Junto a las cómodas sillas que ocupaban, había un moderno revistero, repleto de ediciones de revistas del corazón.
No cogieron ninguna, para distraerse. Se limitaron a permanecer quietos, el uno junto al otro, lanzándose de vez en cuando alguna tímida mirada.
Apenas pronunciaron palabra alguna durante el tiempo que estuvieron solos en la sala. Unos diez minutos después, la misma enfermera los hizo pasar al despacho. En él, tras una gran mesa blanca, les esperaba el Dr. Ferrán.
-Buenas tardes- les dio la bienvenida- espero que no hayan tenido que esperar mucho tiempo.
Raúl, impresionado a su pesar por el joven aspecto del médico que le observaba tras unos gruesos cristales, se limitó a hacer un gesto negativo con la cabeza.
-Les ruego que me disculpen –continuó el doctor- pero hoy hemos tenido un día muy atareado. Ya llevamos atendidos a cinco clientes, en lo que va de día.
-No es molestia, de verdad- aseguró Juana, la dulce Juana con su voz cantarina.
-En cualquier caso, hoy es un día muy importante para ustedes. Me imagino que estarán nerviosos. ¿Lo han pensado bien? ¿Están seguros de lo que van a hacer?
-Mi mujer y yo lo hemos pensado durante mucho tiempo y pensamos que es la mejor solución, dadas las circunstancias –aseguró Raúl.
-De acuerdo- contestó el médico.-Bien, ante todo es preciso que firmen el contrato de que ya hablamos. Es imprescindible, tanto por mi propia seguridad, como por la de mis empleados. Ha de quedar patente que ustedes hacen esto por su propia voluntad, sin ser inducidos por nadie- presionó un botón que había junto a su mano derecha y enseguida apareció la enfermera. Llevaba un portafolios que colocó cuidadosamente sobre la mesa.
-Bien. Espero que entiendan que esto es mera formalidad- dijo el buen doctor mientras los esposos firmaban, apenas sin mirar, una serie de documentos que le iba presentando la enfermera.
-No se preocupe doctor, lo entendemos, de verdad- contestó Juana, sonriente. Raúl, por su parte no entendía la razón de tanto papeleo, pues la Clínica era a todas luces ilegal, y no creía que la firma del consentimiento fuera a cambiar nada.
Una vez hubieron estampado la firma en el último folio, el amable Dr. Ferrán los guardó todos cuidadosamente en una carpeta que entregó a la enfermera.
-Bien, amigos míos, creo que ha llegado al fin el momento que tanto han esperado. Acompáñenme- instó el médico.-Permítanme mostrarles las instalaciones de la Clínica, una de las más dotadas del país, no me importa decirlo, para la práctica de esta técnica-.
Habían pasado directamente, desde el despacho, a una espaciosa sala, totalmente pintada de un relajante azul claro. En el interior estaban, perfectamente alineadas una junto a otra, cuatro camas. Eran elegantes, parecidas a las de los hoteles de cinco estrellas, y de apariencia muy cómoda. Junto a cada una de ellas se había colocado un pie de gotero, que parecía desentonar con el resto del mobiliario.
-Como pueden ver-les explicaba el doctor- el dormitorio, como le llamamos, cuenta con todas las comodidades que puedan desear, televisión, música, lectura… también pueden disponer de un escritorio, en el caso de que quieran dejar algún mensaje por escrito a alguien…
-La verdad es que no deseamos dejar ningún mensaje- confesó Raúl.-Ello supondría tener que dar muchas explicaciones y no creo que sirviera para nada.
-Como ustedes quieran ¿Desean que aparezca algo en la pantalla de televisión mientras se prolongue el proceso?
-¡Me gustaría ver “Casablanca”!- saltó de repente Juana. Inmediatamente se ruborizó, al ver que todos la miraban –es que…es la primera película que fuimos a ver juntos al cine ¿Recuerdas Raúl?- se dirigió a su marido.
-Sí es cierto. ¿Habría algún problema en que la emitieran ustedes?.
- Ningún problema, señor Villar- aseguró el médico- en unos instantes la señorita Lucía, colocará la cinta. Disponemos de una amplia videoteca. Por otra parte, si quieren saber algo sobre el procedimiento que vamos a seguir para conseguir el tránsito- Raúl nunca había oído esa palabra, “tránsito”, y por unos instantes no supo a que se refería el buen doctor. De pronto, se dio cuenta de que les estaba hablando de su propia muerte y la de la única mujer que había amado, lo que le provocó un estremecimiento involuntario.
- Les puedo decir- continuaba hablando- que los métodos que utilizamos aquí son los más avanzados que se conocen hasta el momento. Cada día más personas utilizan nuestros servicios para, digámoslo así, “terminar”.
-¿Nos van a clavar agujas?- preguntó Juana. “Juana, la dulce Juana”, pensó Raúl,”siempre temerosa del dolor ”. Precisamente por ella estaba aquí, y por ella estaba dispuesto a llevar a cabo ese “tránsito” (el eufemismo le hizo sonreír). Hacía un mes, aproximadamente, que le habían diagnosticado cáncer de útero. Según decían era incurable por la avanzada fase en que se encontraba, y muy doloroso y Raúl no estaba dispuesto a que su Juana sufriera ni un minuto. Tampoco estaba dispuesto a dejarla sola. Él la había protegido siempre, y seguiría haciéndolo. Hasta el final.
-Sintiéndolo mucho tengo que confesar que eso es indispensable, señora, pero le aseguro que ni la notará, y sólo será una vez- aseguró el doctor.
-Doctor Ferrán, todo está dispuesto. Cuando deseen los señores, podemos comenzar- se oyó la voz de la enfermera a través del sistema de megafonía. A Raúl ya no le caía tan simpática.
-Bien señores, si no tienen inconveniente, pueden ir acomodándose. Elijan la cama que prefieran. Bajo la almohada encontrarán unos cómodos pijamas, que se pueden poner para estar más confortables.
-Si no le importa, hemos traído los nuestros propios- dijo Raúl con sequedad.
El médico, que pareció no notar la actitud de Raúl, se limitó a encogerse de hombros, indicándoles a continuación, siempre con amabilidad, el lugar donde se encontraba el vestidor.
Poco después, ambos, ya vistiendo sus respectivos pijamas, se introdujeron en sus camas, con la ayuda de la enfermera. Eligieron las dos del centro, más próximas entre sí, y que se encontraban situadas directamente frente a la pantalla de televisión, que en esos momentos comenzaba a emitir las primeras imágenes de su película preferida.
Raúl se encontraba en una fase de aturdimiento en la que el mundo parecía correr más deprisa de lo habitual. Allí estaba al fin. Iba a conocer de primera mano en qué acababa todo. La servicial enfermera le subía la manga derecha del pijama para colocar la consabida goma compresora con el objeto de hacer resaltar sus viejas venas. Ya conocía todo eso. Enseguida le daría las palmaditas rituales y sentiría el pinchazo que le indicaría que acababan de “cogerle una vía”, como se acostumbra a decir.
Miró al televisor. En la pantalla, el inmortal Rick hablaba con Sam sobre música. Los dos estaban muertos hacía años, como muy pronto iban a estarlo su querida Juana y él. Se obligó entonces a mirarla. En ese momento comenzaba la enfermera a colocarle el compresor. Juana no la miraba. Tenía sus ojos clavados en él. ¡Cuánto amor percibió en esa mirada! Ella había confiado plenamente en él desde el día en que se conocieron. Habían tenido, a lo largo de su vida, alguna discusión, pero siempre solían terminar abrazados, pidiéndose perdón el uno al otro. Alguna vez ella le había rogado: ¡prométeme que siempre me cuidarás, que siempre estarás conmigo!. Era tan dulce, parecía tan desvalida…
-Tranquila, amor mío- le aseguró- pronto estaremos juntos para siempre.
En ese momento comenzó a sentir como un líquido llenaba las venas de su brazo derecho. Éstas transportaban una sangre que pronto retornaría al corazón, mezclada con la sustancia letal, que sería entonces distribuida a todas las partes de su cuerpo.
-¿De verdad? ¿Siempre estarás conmigo?-preguntó ella.
-Siempre-respondió, con lágrimas en los ojos.
Ya comenzaba a adormecerse. ¿Cuánto tiempo había transcurrido desde que le clavaron la aguja? No lo sabía con seguridad. Seguía allí tumbado, cogiendo una mano a su querida Juana y mirando impávido como ella moría. Como ambos morían.
Giró su rostro de nuevo hacia la pantalla de televisión.
-“Tócala otra vez, Sam”- pedía Rick en ese momento. El sonido estaba muy bajo y no podía seguir bien los diálogos. Trató de buscar al médico con la mirada, pero descubrió que allí no había nadie.
“Se supone que debe permanecer alguien aquí, por si algo sale mal”- pensó-. Intentó entonces mover un brazo, con el propósito de llamar la atención. Lo notaba lejano, como si no le perteneciera. A pesar de ello consiguió, después de mucho esfuerzo, balancear el gotero lo suficiente para que, al golpear con el pie que lo sostenía, hiciera ruido suficiente para ser oído. Inmediatamente acudió la amable enfermera.
Sólo que ya no parecía amable en absoluto. Lo miraba como miraría a un insecto dañino que se niega a desaparecer después de haber sido rociado.
Raúl trató de hablarle. De pedir, simplemente que subiera un poco el volumen de la televisión. Consiguió (o al menos eso le pareció a él), emitir algún sonido, pero la enfermera hizo caso omiso y se limitó a sujetar fuertemente su brazo derecho con una fuerte venda al lateral de la cama. Luego lo miró. Ya no sonreía. Bueno, en realidad sí que sonreía, pero era una sonrisa aviesa, torcida. No parecía haber en sus ojos ni un atisbo de la simpatía y amabilidad con que los había recibido al principio.
Raúl, furioso ahora, comenzó a mover ambas piernas tratando inútilmente de ponerse de pie. En ese momento apareció el doctor. “¡Uf, menos mal!”- pensó Raúl- “ahora le cantará las cuarenta a esta maldita enfermera”. Sin embargo, el “amable” doctor, después de dirigir una rápida mirada a la enfermera, se colocó a los pies de la cama desde donde accionó un sencillo artilugio que lo inmovilizó inmediatamente, impidiéndole cualquier movimiento. Raúl comprendió al fin. Sospechaban que él había cambiado de idea y trataba de zafarse. Le embargó un sentimiento de angustia.
“¿Así que finalmente, eso es todo?”- pensó- “¿un puro negocio?”.
Aunque su cuerpo expiraba, su mente trabajaba ahora con rapidez. Algunos detalles, que su parte consciente había obviado aparentemente, se le presentaban ahora claros, bajo una nueva luz. Los documentos que habían firmado, una farsa seguramente. ¿Qué necesidad tenía una clínica ilegal, dedicada a practicar eutanasias, de la conformidad de sus clientes? Era evidente que si eran sorprendidos o denunciados las consecuencias legales iban a ser las mismas. La legislación vigente no permitía a nadie a quitar la vida a un semejante por mucha conformidad que hubiera por su parte. ¿Entonces? Para Raúl estaba claro ahora. Posiblemente se trataba de poderes notariales o algo parecido. Acababan de nombrar al amable doctor Ferrán su heredero universal.
Lo miraba. Sus crueles ojos, agrandados por las gruesas gafas, le parecían ahora carentes de vida. “No tiene alma”- pensó- “este hijoputa no tiene alma. Por eso puede hacer lo que hace sin que se le retuerzan las tripas”.
Raúl volvió la cabeza hacia su mujer, incapaz de seguir mirando los ojos del médico. Ésta, afortunadamente, no se había dado cuenta de nada. Permanecía postrada, con una sonrisa dibujada en su rostro. Por lo menos moriría feliz. Raúl intentó hablarle:
-Te quiero- susurró- eres lo mejor que me ha pasado nunca.
Ella amplió su sonrisa y pareció asentir. Le había entendido.
Todo estaba terminando. Los segundos pasaban velozmente y Raúl se hundía más y más en la inconsciencia. El médico no se había apartado de los pies de su cama desde el incidente y lo contemplaba serenamente, acechando sus últimos momentos de vida.
Raúl cerró los ojos de indignación, sintiendo la humedad de las lágrimas correr por sus mejillas, cada vez más frías e inertes.
De pronto, algo en él pareció despertar. Una rabia inmensa, nunca experimentada antes, lo inundó. Apretando fuertemente los dientes, intentó hacer un último esfuerzo para arrancarse la aguja que le estaba inoculando el veneno, pero no lo consiguió. Todo parecía girar a su alrededor, mientras le embargaba una sensación claustrofóbica de pánico e indefensión. Entonces comenzaron las convulsiones. Éstas se iniciaron en el pecho, primero levemente, apenas un temblor. Pronto se fueron haciendo más y más violentas levantando su cuerpo por encima de la cama. Ahora era todo su cuerpo el que se agitaba, sacudido por una crisis epiléptica en toda regla. Tanto el médico como la enfermera trataron entonces de sujetarlo fuertemente, echando su propio peso encima, pero era inútil. Finalmente, el médico optó por otro medio, mucho más expeditivo. Le quitó la almohada que aún tenía bajo la cabeza y se la colocó sobre la cara, tratando de asfixiarlo. Esto hizo que Raúl se agitara más fuertemente, pero era una batalla perdida.
El mundo se alejaba lentamente. Una sensación de ingravidez pareció invadirle; ya no tenía peso, ni volumen. Se estaba marchando, poco a poco…
Lejos, muy lejos, a unos mil kilómetros, se oían voces. Había entrado alguien más en la habitación de la muerte y preguntaba algo al médico. Éste, al parecer trataba de huir pero en el último momento era sujetado por las otras personas. La enfermera lloraba, histérica. Después de eso ya no oyó nada más.
Mucho después ( en realidad, como descubrió más tarde, sólo habían transcurrido unos minutos), un fuerte dolor lo envolvió, trayéndole de nuevo la consciencia.”No es posible. Si estoy muerto no puedo sentir dolor”. Este pensamiento pasó fugazmente antes de que de nuevo, una intensa sacudida, le causara una desagradable sensación de aplastamiento. Enseguida lo reconoció. Era el dolor que produce una descarga eléctrica. Lo estaban electrocutando. De nuevo, su corazón volvió a latir, recuperando también sus sentidos progresivamente. Oyó varias voces que hablaban de él:
-Parece mentira, pero este viejo loco va a sobrevivir, a pesar de su edad. Su pulso es estable y respira ya de forma autónoma. Muchos, más jóvenes que él, no habrían resistido la cantidad de morfina que le han inyectado- decía.
-Sí, es curioso doctor. Debe de tener unas ganas de vivir formidables. Además, recuerde como lo encontró la policía. Según dijeron estaba luchando con ese criminal.
-Eso si que no lo puedo creer. La dosis de morfina que lleva este hombre en la sangre no le hubiera permitido ningún tipo de movimiento.
-Puede ser, pero…
-Nada, nada. Déjese de fantasías y colóquele al enfermo un suero salino. Hay que depurar su torrente sanguíneo lo antes posible. Si hay alguna novedad, avíseme inmediatamente.
-De acuerdo doctor. En cuanto a la mujer…
-Ahora voy a verla. De todas formas no se puede firmar aún el acta de defunción. En un caso así es imprescindible llevar a cabo un examen forense.
Raúl, ahora consciente del todo, había asistido impávido a la conversación. Entonces, todo había terminado para su Juana. Él habría querido acompañarla en su último viaje, pero, al parecer, aún no era su hora. La cálida humedad de una lágrima, imposible de contener, resbaló por su mejilla.
- Nosferatu -
- Nosferatu -
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