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En 1429 conocería a Juana de Arco, quedándose fascinado por lo que revelaban las voces que ella escuchaba, y dicen que también quedo maravillado por su belleza.
El Delfín Carlos entregó un pequeño ejército a Gilles y a Juana para liberar Orleans del asedio inglés. Junto a ellos estaban otros generales como el Bastard de Órleans (Conde de Dunois), el Duque de Alençon y La Hire.
En sólo 8 días las fuerzas francesas lograron levantar un sitio que duraba ya varios meses. Entraron triunfales en la ciudad y todo el mundo los veían como los salvadores de Francia. Poco después contribuyó en las victoria francesas en la Batalla de Jargeau y en la Batalla de Patay. Su audacia y violencia en combate era comparable a la de los berseker vikingos.
Gilles llegó a decir durante las campañas con Juana, que ella era Dios y que si debía de matar ingleses por mandato de Dios, así lo haría. Se convirtió en su escolta y protector salvándola en varias ocasiones en los fragores de las batallas, como en el ataque a París a finales de 1429.
Pese a las matanzas y crueldades de la guerra Gilles se sentía realizado espiritualmente, ya que Juana lo inspiraba y había rendido un gran servicio a su patria. Además, en este mismo año 1429, fue proclamado mariscal de Francia con tan sólo 25 años (caso único en la historia francesa), amasando una inmensa fortuna, y adoptó la flor de lis en su escudo de armas, mientras Carlos VII fue proclamado rey el 17 de julio en la Catedral de Reims.
El 30 de mayo de 1431, Juana de Arco fue quemada viva en la ciudad de Rouen. Pese a que intentó ayudarla contratando un pequeño ejército de mercenarios, aún no se sabe qué pasó para que no llegara a tiempo, ya que tan sólo se encontraba a 25 kilómetros de Ruán, localidad en que se llevó a cabo el juicio.
Acusó públicamente a Carlos VII de esta muerte y llegó a llorar amargamente ante las cenizas de Juana, y sintió que todo había acabado, que la vida sin ella no tenía ya sentido, que no había pureza en la guerra que se estaba librando. Su última acción en la Guerra de los Cien Años fue en la batalla de Lagny en agosto de 1432, de la cual salió victorioso.
Se retiró de la vida militar a la caída en desgracia de su protector, el chambelán La Tremoille, en 1434 después de la campaña de amparo al duque de Bourbon contra el duque de Borgoña que sitiaba la ciudad de Grancey. Después de este hecho, Gilles perdió su condición de mariscal y se refugió en sus posesiones de la Bretaña francesa (concretamente al castillo de Tiffauges, ubicado en la Vendée) en donde se convirtió en todo un demonio y afloraron sus instintos más perversos.
Entre la muerte de Juana y la falta de acciones violentas en guerra que tanto necesitaba, se desequilibró más aún la mente enfermiza del mariscal, ya que se había acostumbrado a las campañas, los ataques alocados contra los ingleses, a la sangre y a los muertos por doquier. Esta sed de sangre aumentó y no tuvo freno con la muerte de su abuelo Craon en noviembre de 1432, con lo que tuvo ya plena libertad de acción y mucho más dinero para poderla costear. La provincia del Poitou se convierte en la residencia del mariscal de Rais.
Entre 1432 y 1433, los crímenes empiezan...
Para divertirse, ordenaba que se organizasen en sus múltiples castillos lujosísimas fiestas y representaciones teatrales, que eran conocidas en toda Europa, pero sus excesivos gastos pronto empezaron a menguar su fortuna y se vio obligado a vender varias de sus propiedades.
Preocupado por tales pérdidas, el barón de Rais se fue aficionando a la Alquimia e hizo que se instalase un laboratorio en un ala del castillo, donde trabajaba sin apenas dormir ayudado por alquimistas y magos importados de toda Europa a la búsqueda de la piedra filosofal, capaz, según la tradición esotérica, de transformar los metales en oro.
Al cabo de cierto tiempo, su sueño de oro no acababa de madurar, todo lo contrario, los alquimistas y magos le costaban una fortuna que lo iba arruinando más y más, hasta que desengañado, despidió a la gran mayoría. Los pocos que quedaron a su mando no tardaron en persuadirlo que sólo con la ayuda del Diablo podría conseguir el oro que necesitaba.
Algunas de sus numerosas biografías, cuentan que Gilles de Rais, llamado Barba Azul por su cabello negro-azulado, habría hecho testamento legando parte de sus bienes a Satanás, pero reservándose su vida y su alma, según la leyenda. En las escrituras del castillo, figura como titular el mismo Diablo.
Se rodeó de una corte grotesca de brujas, nigromantes, alquimistas, entre los que se encontraban Guillaume de Sillé, Roger de Brinqueville, Antonio de Palerno, Heriet, Poitou, Corrillaut, ... Finalmente, cae en manos de un embaucador florentino llamado Prelati quien le asegura que llenará sus arcas gracias a la magia negra.
El mariscal visita con frecuencia a su cómplice, se informa con ansiedad del resultado de las investigaciones. Prelatti asegura a su señor que, en una de sus invocaciones, ha visto cerca de él al demonio, pero que esta aparición fantástica se desvaneció sin que hubiera podido pronunciar palabra alguna. El crédulo mariscal tenía un pánico atroz al diablo aunque nunca lo veía, hizo caso de Prelatti, con quien tenía una relación homosexual, y mandó que se redoblasen los ensalmos y los conjuros.
En otras ocasiones Prelatti salía herido después de una de sus invocaciones, que siempre se relizaban en un cuarto escondido, causando en Gilles más pánico. Sillé fue el proveedor de todos los elementos para las invocaciones en Tiffauges y el padre Eustache Blanchet, el de contratar a los invocadores como Prelatti o La Riviére (el cual vio al demonio en una invocación en un bosque en forma de leopardo, ante la credulidad de Gilles) o alquimistas como Jean Petit, el cual realizó varios hornos para trabajar con mercurio. Sin embargo los hornos creados deben ser destruidos ya que el futuro Luis XI, el delfín, visita a Gilles por una orden del rey Carlos V que condenaba la alquimia como herejía.
Es imposible que el mariscal salga bien de sus empresas -ha dicho uno de los familiares de Gilles de Rais- si no ofrece al demonio la sangre y los miembros de niños llevados a la muerte. Porque su lectura habitual la constituyen los más ardientes poemas de Ovidio y el relato que hace Suetonio de los criminales sacrificios que exige el rey del Infierno.
¿Qué le importa el sacrificio de vidas humanas si adquiere a ese precio el poderío que codicia? A esto se unía además de su voluntad de matar a niños para su disfrute y placer personal. En su afán por procurarse víctimas para sus sacrificios, servidores de Gilles de Rais como Henriet y Poitou recorrían los pueblos y las aldeas buscando niños y adolescentes prometiéndoles que les harían pajes en los castillos del señor de Rais. Siempre en lugares lejanos; incluso en algunas, el propio Gilles, con amabilidad acudía a casas de los plebeyos para asegurar a los parientes de los niños un prometedor futuro.
De las víctimas, los padres no tenían más noticias y si preguntaban les respondían que estaban bien. Pronto la gente se alarmó, y de Rais recurrió a los raptos.
Entre 1432 y 1440 se llegaron a contabilizar hasta 1.000 desapariciones de niños de entre 8 y 10 años en Bretaña. Pero la gran locura llegaba por la noche cuando él y sus esbirros se dedicaban a torturar, vejar, humillar y asesinar a niños previamente secuestrados. Después de cada sangrienta noche, Gilles salía al amanecer y recorría las calles solitario, como arrepintiéndose de lo hecho, mientras sus secuaces quemaban los cuerpos inertes de las víctimas.
El temor se apoderó de los habitantes de los pueblos. Los criados tuvieron que ampliar su campo de acción con lo que el pavor se extendía más y más. Hasta que las murmuraciones se convirtieron en gritos que llegaron a las más altas autoridades.
Llegó a utilizar varias de sus posesiones (no sólo el castillo de Tiffauges) para cometer sus fechorías, como el castillo de Machecoul, el de Champtocé y la casa de la Suze.
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