CAPITULO 3
TARANIS
Vacilan mis pasos, reptan entre la maleza que invade lo que un día fue camino, avanzan por la conocida senda que me arrastra cada noche fuera de mi fortaleza... Caigo, caigo de rodillas una y otra vez.
Siento mi cuerpo morir una muerte vetada, siento cada músculo contraerse en supremo dolor mientras mis manos se ajan tratando de arrastrar todo mi ser, avanzar, adelante, en busca del odiado bálsamo.
Unos infinitos metros son recorridos en agonía hasta que mi cuerpo reposa un instante sobre la roca vigía al borde del acantilado mismo, muralla de inmutable eternidad que me separa del mundo al que esta noche inevitablemente, habré de aventurarme. Descansa mi rostro sobre la gélida y áspera superficie de la roca, que besa mi mejilla rasgando su repentina y extrema fragilidad. Grito, grito alzándome en un último esfuerzo, invirtiendo toda mi ya trémula voluntad. Grito, grito dejándome caer, al abismo, a la oscuridad, allá donde las brumas ocultan la base del acantilado...
El frío del viento nocturno, el suspiro de la brisa, hálito de un mar de hielo abraza mi caída dibujando, una con la niebla, la sombra aún más oscura que el manto nocturno y sus abismos a mis espaldas. Despliego de forma inconsciente y desesperada la parte de mí ajena a la humanidad que en carne viva me hace sufrir, alas negras que en su iracundo batir evitan la unión de mi cuerpo con las rocas, con el rumor de las olas, sumergirlo en la tumba fría del mar oscuro.
Apenas puedo ver, lloran mis ojos lágrimas negras, ponzoña del condenado, mientras, a varios metros sobre una tierra ajena y arrastrado por mis sobrenaturales dones, cruzo el bosque y sus secretos. Esta noche ningún lobo es mi guardián, ningún alma viviente osa acercarse al destructor, el silencio es único compañero de mi sufriente paso, incluso los más antiguos robles parecen llorar hojas de muerte....
Mis brazos yacen flácidos a mis costados, y entre la maraña sudorosa que es mi cabello inerte sobre mi rostro atisbo las primeras luces de la aldea acercándose...
Desiertas las calles, abandonados objetos a cuya forma borrosa no puedo dar nombre son los únicos testigos de mi paso, enseres olvidados por aquellos que, presintiendo el peligro, presintiendo el horror lo abandonaron todo para ocultarse en lo más recóndito de sus hogares, temiendo, rezando, irónicamente orando a un Dios capaz de condenar a un ser maldito a cruzarse en su camino.
Elevo mi rostro al firmamento alcanzando casi el límite de mis fuerzas, saboreando la hiel del cénit del sufrimiento en una garganta presa del fuego... Siento el antiguo terciopelo de las etéreas plumas tornarse más y más sólido, más y más afilado. Siento cómo, con el batir de mis alas se hunden, sutiles y efectivas en mi carne, derramando siniestro rastro de negro veneno a mi paso. Desgarrando, doliendo, sufriendo... materializando en mi grito la carcajada de aquel que sentenció tamaña condena...
Una luz trémula, pálida, invisible al ojo humano mas clara e inconfundible en mi sobrenatural mirada, brilla a través de una ventana abierta a la que mi dolor me atrae, me arrastra y fuerza riendo de mi desgracia. No hay vela alguna, no hay candil, sólo el brillo de un alma que ya dibuja su senda invisible al otro lado, al más allá, a un cielo del que soy proscrito...
Atraviesa mi cuerpo el alfeizar para de nuevo tomar mis pies desnudos contacto con el firme suelo de la estancia.
En el centro mismo de la austera habitación, sumida en tinieblas está ella, sin atisbo alguno de miedo, sin intención alguna de escapar u ocultarse, con la paz de la certeza de la muerte en la mirada, con la satisfacción de una vida ya vivida en su calma sonrisa. Envuelve su sosiego el halo de luz que llama su alma al paraíso, dota a su nívea vestimenta de sobrenatural brillo, regala a sus profundas arrugas, al océano de su mirada antigua, al crepitar de su blanco cabello el poder de una vida aún latente, de un alma aún aferrada a la terrenal existencia.
Se alza mi brazo, cual títere sin voluntad... se unen sus ajadas manos sobre su pecho en el instante mismo en que mi garra reposa sobre su frente. Robando, corrompiendo, viciando, destruyendo. Es el fin de la pureza, es el fin de la vida, es el fin de mi dolor.
Maldición, condena al ostracismo rota por el pavor al dolor infinito, contacto de piel con piel, mármol con papiro que sella el pacto tácito, el intercambio.
- Moira... - suspiro entre dientes, bendigo grabando su nombre en mi recuerdo-
Sangre, sangre y luz que brotando de sus ojos ya cerrados, de su boca, ahora grotesca mueca cadavérica, abandona su cuerpo... Sangre que es su vida, luz que es su alma abandonan el templo de carne largos años habitado y surcando el aire nocturno sellan una a una mis heridas, transforman cuchillas de nuevo en plumas y dotan de brillo a unos ojos ya océano de insondable negrura. Muerte que me da la vida, espolio forzado del bien más sagrado para el mal más supremo.
Cae su cuerpo inerte, se desploma entre las olas de su atuendo ahora escarlata con un golpe seco.
Silencio, de nuevo el silencio. Vida, de nuevo vida en mí, una nueva victoria sobre mi sufrimiento, un nuevo triunfo de la crueldad, un nuevo giro de la ruleta de mi condena.
Un nuevo golpe surgido de la nada, una respiración entrecortada, inesperada, que revela una presencia no presentida a apenas unos metros de la consumación de mi crimen. De nuevo un remolino de oro y terciopelo rojo, como la sangre que aún mancha mi rostro, que aún brilla en mis alas, aproximándose.
De nuevo el abismo es mi salvador. Salto, cruzo la ventana de nuevo hacia la noche, mi custodia, y me elevo, me elevo hacia un firmamento hacia el que toda senda redentora ya se ha borrado, ya he borrado. No hay salvación, sólo vida, sólo condena, sólo soledad.
AERYN
La noche me acoge como una vieja amiga, como un manto raído que es ya parte de nuestra propia piel y en el que nos envolvemos más para sentirnos seguros que para buscar abrigo. Camino a través de ella con paso seguro, silencioso, como me ha enseñado la vida en los bosques; Moira estará dormida gracias al láudano, si es que la amargada esposa del herrero ha cumplido lo prometido, y espero que duerma toda la noche mientras froto sus miembros doloridos... hace demasiado tiempo que no puede salir de la cama y sus articulaciones están tan atrofiadas que nunca volverá a caminar, da igual lo mucho que las masajee con mis pomadas y mis escasos remedios. Si de algo me culpo es de la soledad a la que he obligado a mi pobre amiga, incluso en los últimos momentos de su vida, sobre todo en estos postreros amaneceres, cuando tendría que estar rodeada de hijos y nietos amorosos; supongo que es su castigo por acogerme y quererme, por aliarse con las fuerzas del averno y los seres malditos que, como yo, traen la desdicha a las almas temerosas de Dios.
Las puertas y ventanas están cerradas a cal y canto, y ni siquiera los perros ladran esta noche, como si el silencio pudiese protegernos del mal que se intuye en estos últimos tiempos... o quizás sólo yo lo sienta de ese modo; hace mucho que he dejado de analizar mis premoniciones; no sirve de nada y jamás he obtenido una respuesta al por qué soy distinta, por qué soy yo el objeto de esta maldición del tiempo detenido, de una eterna juventud que no he pedido ni deseo; del por qué una madre que me amaba me dejó en este lugar, frío e inhóspito, de gentes sin corazón, donde sólo las bestias me dieron cobijo y una familia... y Moira, mi vieja y querida Moira; la única excepción, con un alma pura y un corazón tan grande que no le cabe en el pecho. Apresuro el paso cuando diviso su cabaña, separada del resto del pueblo, asaltada por una urgencia que no comprendo. Mis latidos se aceleran, mi respiración parece detenerse en mi pecho y siento la sangre correr en mis venas, ardiente y espesa como un río de lava. Abro la puerta de golpe, sin cuidado alguno, y mis ojos se clavan en la ventana, donde me parece ver una figura oscura perdiéndose en la noche y el revuelo de unas alas negras abandonando la estancia. Pero no puedo detenerme a buscar explicaciones a mi absurdo exceso de imaginación, porque en el centro de la estancia, desmadejada, rota como una muñeca vieja y cubierta de sangre, yace mi única familia, mi única amiga, la única persona que he amado en mis largos años de vida...
Un lamento, un quejido desgarrado rompe mi garganta y se convierte en grito de dolor, en llanto desatado como un torrente imparable que amenaza con hundirme en este pesar sin consuelo y ahogarme en lágrimas... me dejo caer de rodillas y acuno en mi regazo el cuerpo lívido, terriblemente pálido, de Moi, de mi hermana, mi madre, mi ancla a la cordura en esta vida terrible que se niega a abandonarme o a traerme esperanza. Sus manos, arrugadas y dulces, gastadas a base de caricias derramadas sin mesura, caen laxas sobre mi falda... ya no volverán a recorrer mi rostro maravillándose de la tersura que odio y no comprendo; no volverán a entrelazar mis dedos con los suyos como hacíamos desde niñas, formando una cadena irrompible, una frontera frente al resto del mundo; no amasarán el pan que nos unía como la comunión sagrada que el sacerdote me ha negado desde que tengo memoria. Las beso entre sollozos y acuno su cabeza contra mi pecho acariciando el blanco y ralo cabello que tantas veces peiné entre risas. La sangre que cubre su camisón mancha mis ropas y mi piel, mis labios, mi alma misma, que sangra por la pérdida irreparable. La yema de mis dedos recorre con lentitud la herida de su frente
y comprendo, horrorizada, que su muerte no ha sido un accidente. Santo Dios! Quién ha podido hacer esto a una pobre anciana ya al borde de la muerte? Quién, qué clase de monstruo se lleva el último aliento de alguien que ya está condenado? Ha sido él, lo sé... no entiendo por qué, no entiendo cómo, pero sé que ese extraño ser que he intuido huyendo por la ventana ha sido su asesino, y una furia terrible, una cólera como no he conocido nunca, me asalta de repente; ojalá fuese cierto lo que dicen de mí, ojalá tuviese el conocimiento y el poder de las fuerzas oscuras, porque necesito buscar a ese monstruo, a esa abominación sin alma y sin conciencia y cobrarme venganza por lo que me ha robado.
Siempre he sido egoísta, siempre la quise para mí, a mi lado, aún sabiendo que eso la alejaba de los demás, que sería rechazada por mi causa. Como una niña caprichosa, tomé y tomé de ella todo lo que su inmensa generosidad me ofrecía, consciente de que nunca podría corresponderle adecuadamente. Y ahora, cuando su último suspiro busca ya esos cielos abiertos que soñábamos juntas, cuando aún su alma gravita sobre esta estancia austera que era su hogar, sigo pidiendo, sigo pensando en mí... no soy buena; en eso sí tienen razón los aldeanos. Mientras abrazo el cadáver de Moira, sólo puedo pensar en mi propio dolor.
A través de la puerta, todavía abierta, se acerca el resplandor del candil de alguno de los vecinos... sin duda mis gritos les han despertado y acuden, temerosos, a buscar la causa de mi inusitado comportamiento. Ni siquiera les dirijo una mirada; no me interesan, no son nadie, nadie! Jamás velaron por Moira, jamás la invitaron a sus casas ni le preguntaron si precisaba algo, nunca le perdonaron su debilidad y su poca cordura al aliarse con la bruja, con la compañera de los lobos, con la criatura de la noche, con el ser maldito que ahora acuna el cadáver de la pobre infeliz. El jadeo se repite en unos y otros y sus ojos sólo ven la sangre que la cubre a ella y que ahora me cubre también a mí. Sus exclamaciones me hacen saber con claridad lo que piensan y comprendo que han encontrado al asesino mucho más rápidamente que yo misma. Hablan de capturarme antes de que pueda lanzarles un hechizo, de encerrarme dejándome inconsciente para que no pueda atacarlos; sé que tengo que alejarme, que su miedo y su ignorancia necesitan un culpable y yo soy la víctima perfecta, pero me resisto a dejar a Moi con esta gente.
- Fuera, me habéis oído? Fuera todo el mundo, dejadnos solas u os haré pagar cada gesto de rechazo, cada insulto y cada desdén que sufrió por vuestra causa.
Han reconocido la rabia y la oscuridad en mi voz, porque salen a toda prisa cerrando la puerta tras ellos. Sé que me esperarán fuera, que en cuanto asome la cabeza intentarán atraparme, pero no me preocupa en lo más mínimo. Con la fuerza de mi perenne juventud, recojo el cuerpo de mi querida amiga y lo subo a la cama. Retiro el inservible camisón y lavo su cuerpo con cuidado, como si aún pudiese sentir la tibieza del agua y el aroma de los aceites que ungen su piel. Cierro sus ojos despacio y coloco en ellos dos monedas para pagar al barquero. Busco su vestido de fiesta, el único que poseía, y la visto con él; peino su pelo desenredándolo despacio, humedeciéndolo con mis lágrimas y trenzándolo con cintas de colores... siempre le gustó el arcoíris, afirmaba que era la esperanza tras la tormenta, y quiero que todos los colores del mundo la acompañen en su viaje. No sé cuánto tiempo ha transcurrido, pero supongo que varias horas, porque el sol comienza a clarear a través de la ventana. He estado hablando con Moira, despidiéndome, pidiéndole perdón por haberle fallado, por haberla dejado sola cuando más me necesitó, lamentándome por no haber podido esperar con ella una muerte dulce, tomando su mano y hablándole en voz baja hasta que su alma buscase la paz; le he jurado que buscaré a su asesino y le haré pagar por su crimen. Si estuviese escuchándome, me habría hecho desistir de tal despropósito, asegurándome que nunca la venganza resucitó a nadie... su silencio, más que nada, me dice que ahora sí estoy sola, ahora sí ha llegado el frío...
Me abrazo a mí misma buscando un poco del calor que siempre encontré entre sus brazos, pero ya no volverá... Yo he visto a la muerte caminar entre los hombres, buscando al infeliz que habría de recorrer con ella el camino sin retorno. He visto a esas almas resistirse y aferrarse a la vida como un niño al pecho seguro y cálido de su madre... pero la muerte siempre lleva prisa porque siempre va retrasada, mucho más que la vida misma, y siempre llega demasiado pronto para los que la temen. Moira jamás le tuvo miedo, es lo único que me consuela ahora mismo; sé que, esté donde esté, ya no sufre, ya no hay dolor ni soledad; su piel volverá a ser tersa y su cuerpo el de una joven feliz y vital, esperando mi llegada, inquieta como una ardilla, y asegurando que nunca ha conocido a nadie tan lento como yo. Beso su frente por última vez y, con un suspiro, me asomo a la ventana entreabierta y llamo a Shadow, que espera, como siempre, a las afueras del pueblo. Los vecinos le temen como al infierno y se apartarán en cuanto le vean. Cuando llega bajo la ventana, araña la madera con sus garras para llamarme y salgo en silencio, los ojos secos y el corazón desgarrado, pero eso no es algo que les vaya a mostrar a esta horda de curiosos ignorantes. No me defenderé, porque de nada serviría; no creerían lo que tengo que decirles, porque ninguno cree en la existencia de la sombra que les he asegurado que vive en las ruinas del viejo castillo. En el suelo, a la luz del amanecer que se abre paso, el primero que Moi no verá, una pluma de tamaño descomunal llama mi atención. La tomo en mis manos y la sangre brota al cortar la carne de mis palmas: Está afilada como una cuchilla y rígida como si fuese de metal, pero en cuanto mi sangre la humedece, se transforma en la suave pluma negra de lo que parece ser un pájaro de increíble tamaño... es suya, lo sé, y juro encontrarlo, maldecirlo y exigirle respuestas. En cuanto llego al bosque, comienzo a correr hasta que siento que mis pulmones van a estallar. Las lágrimas corren de nuevo libremente y mis sollozos se pierden entre el silbido del viento y los aullidos de Shadow, que parece lamentarse conmigo por la pérdida de nuestro ángel bondadoso. Me dejo caer contra una roca y el roce áspero de la piedra araña mi espalda mientras entierro mi rostro entre las manos llamando a Moira en nuestro claro, al lado del columpio.
- Vuelve, Moi, vuelve aquí y llévame contigo…
TARANIS
Apenas un segundo ha evitado el encuentro de este condenado con la acusadora mirada de la figura que inexplicablemente no intuí, no presentí acercándose al lugar donde la muerte devolvía vida a este cuerpo caduco habitado por un ser imperecedero.
Mis alas, ya sedoso vehículo sobrenatural, abandonada su cristalina e hiriente consistencia tras absorber la vital energía de la anciana me arrastran más allá de la ventana y me conducen al refugio de la impenetrable oscuridad oculta entre las más altas ramas de los centenarios árboles que circundan el lugar de la condena, del crimen.
En estable equilibrio se aferran mis pies, en suave abrazo pliego las alas sobre mi torso desnudo... ¿Qué me detiene? ¿Acaso la culpa? No, eso ya quedó atrás, muy lejos... es la curiosidad, sí, la malsana curiosidad del depredador...
Los gritos de una mujer emanan del lugar donde la muerte sólo había dejado silencio, una voz rota, desgarrada que impreca en el lenguaje de la ira a un destino que roba, arrebata... destino del que soy mano ejecutora, verdugo. Mis ojos ahora llenos de vitalidad escrutan la noche, mas no soy capaz de avistar el rostro del dolor... sólo una mancha de sedosa tela roja que revela su figura fundiéndose con el escarlata de la sangre de la anciana, sudario de perdición, en un abrazo entre dos mundos.
Pasan las horas, y ella no abandona aún cuando la existencia lo ha hecho ya, a mi víctima. Limpia su cuerpo, peina su inerte cabello... rituales quizás de una despedida, rituales quizás prestos a alterar un final violento, corrupto, viciado... sortilegios de pureza que devuelven al lugar una magia perdida, la virtud expoliada.
Pero no está sola, la multitud se va agolpando, surgiendo de las entrañas de cada hogar silencioso... los susurros de los aldeanos, dibujada la acusación y ya sentencia en el rostro, son una voz única arremolinándose en torno al templo en que ha convertido al hogar de la anciana fallecida entre mis manos. Vigilan, acechan, juzgan... condenan, y observo cómo, quizás esta noche mis actos no hayan robado una sola vida, sino que otra más valiosa y valiente esté a punto de apagarse.
Pero algo inesperado sucede, un lobo de notables dimensiones se abre paso, suspicaz su mirada, silenciando el susurro de muerte, abriendo un camino entre verdugos para que ella, la figura envuelta en terciopelo escarlata, abandone al nacer del día, el edificio. Guardián, custodio y guía, el animal precede el camino que la improvisada sacerdotisa toma dirigiéndose al bosque...
Camina en silencio absoluto, rostro inclinado, oculto por un torbellino de dorados cabellos y capucha de seda sanguinolenta, máscaras de un rostro de luto. Camina, y tras ella, un rastro de vida, gotas de sangre brotando de la palma de su mano marcando su desgracia, camina, y en ella, entre sus frágiles dedos, un objeto azabache, una pluma, la pluma del condenado...
Deshago el abrazo de mis alas y me deslizo al viento, siguiendo su sangre, siguiendo su figura ya difusa entre los árboles, siguiendo el aroma amenazante de su guardián desapareciendo a mi espalda la aldea y sus habitantes, el rugido de su ira...
La tierra vuela bajo sus pies en iracunda carrera, el aire silba entre mis alas, las ramas gruñen a mi paso, pero mi voluntad es férrea, acechando, más y más cerca.
Un remolino de sangre se dibuja ante mis ojos precipitándose al suelo, cubriendo su capa de vergüenza no sólo su invisible figura, su prohibido rostro, sino la roca que la acoge, que abraza su llanto y escucha sus lamentaciones...
Desciendo a unos metros tras ella, sienten mis pies el frescor del matutino rocío sobre la hierba mientras, en un trance más allá de la razón, camino lentamente hacia ella, sin ocultar siquiera las masas de negro plumaje a mi espalda, que, a cada paso, entregan su sedoso beso mortal a cada flor que osa enredarse en ellas dejando un rastro de pura muerte, pura destrucción.
Un gruñido me devuelve a la realidad. El animal que la acompaña se halla entre nosotros, enfrentándome, la advertencia escrita a fuego en su mirada glacial, mi imagen reflejada en unos caninos dispuestos a desgarrar cualquier amenaza. Sobrenatural criatura que no teme al condenado...
Detengo mi andadura y observo como la figura de la dama misteriosa se alza, aún de espaldas, presintiéndome, notando el peligro hundiéndose en lo más profundo de su ser, susurrando la brisa presagios de muerte en sus oídos...
Corre, corre de nuevo mientras el gruñido de su compañero se hace más y más sonoro instantes antes de girar su poderoso cuerpo y seguirla.
Una sonrisa ladeada, macabra, se dibuja en mi rostro mientras sigo su camino hacia el lugar que parecen fijar como su salvación, una cabaña olvidada, perdida en lo más profundo del mismo bosque tras cuya endeble puerta no tardan en desaparecer. Ilusos. Inocentes.
Mis pasos me llevan hasta el huerto frente a la entrada y hasta ese punto llega el sostenido jadear de ambos, el olor de su miedo...
Alzo mi mano sobre mi hombro y tomo entre mis dedos una de las plumas aún extendidas para con un gutural gemido arrancarla de mí... la observo sobre mi palma y con un soplido entre mis apretados dientes la entrego al viento, mensajero que la toma entre sus brazos y la conduce en grácil vuelo hacia una de las ventanas entreabiertas de la cabaña, deslizándola a su interior, hacia ellos.
Una advertencia, una amenaza.
Se frunce mi ceño alzando el vuelo, como la ira se refleja en un cielo al que regresan las tinieblas hechas tormenta corrompiendo la pureza de un alba promesa de luz, realidad de tinieblas. Alzo el vuelo, bato mis alas malditas danzando con la bruma por la que me deslizo hacia mi morada azotada por la furia de los elementos, mi furia.
AERYN
El miedo no respeta el duelo, ni el dolor ni la angustia de haberlo perdido todo en sólo un instante. Entre lágrimas que caen, libres por fin de la atadura que el cariño de Moira les imponía, mi mente vuela una y otra vez a los últimos momentos compartidos con quien me enseñó todo lo que sé acerca de la ternura y del perdón, con quien fue mi amiga primero, mi hermana mayor más tarde y al fin madre e incluso abuela; con el único corazón puro de estos bosques. Pero ni su recuerdo ni el lacerante grito que nace en mi pecho por su sangrienta e injusta partida, consiguen aplacar la sensación que eriza mi piel de terror y que fluye por mis venas con la adrenalina de un pánico incipiente... alguien me acecha, algo se oculta en la espesura convirtiendo éste, mi santuario, en un templo ya profanado que me ha de negar, a partir de ahora, el consuelo y la seguridad que solía aportarme. Me alzo despacio, girando mi rostro en todas direcciones, buscando la fuente de este temblor de mis manos, de este aleteo alocado de mi corazón y esta respiración agitada que se condensa a la luz naciente del frío amanecer.
Shadow, mi amigo inseparable, mi fiel guardián, se demora unos pasos tras de mí mientras emprendo la huída, cobarde por vez primera, hasta mi cabaña, exiguo refugio que pronto habrá de ser abandonado, esperando el día en que esta locura llegue a su fin. Escucho sus gruñidos feroces, el gemido bajo y ronco de su pecho, mucho más que un animal, convertido en mi sombra por su propia elección, en protector por un destino que nos niega el conocimiento de sus caminos y sus motivos, haciéndonos no lobo y mujer, sino hermanos en la niebla que envuelve nuestro misterio... tampoco él parece envejecer; tampoco él enferma, ni sufre en sus carnes la huella del tiempo y los síntomas de un cuerpo que se marchita. He aprendido a confiar en sus instintos, a guiarme por su paso seguro precediéndome, vigilando el camino, alejando el peligro; abro la puerta de madera lamentando la endeble protección que nos proporciona y Shadow entra tras de mí. Ni la traba de acero ni el pesado mueble que arrastro hasta ella la harán más fuerte ni más segura. Mis manos se cruzan sobre mi pecho, respirando agitada, oteando el exterior a través de la pequeña mirilla, buscando, esperando, quizás, la llegada de la gente del pueblo que exigirá justicia por un crimen que no he cometido.
No hay consuelo a este dolor... todo mi amor, toda mi ternura y el cariño inmenso que compartí con Moira, han desaparecido de este mundo con su muerte, como si nunca hubiesen existido. Para ellos no soy más que la bruja, la hechicera oscura, la niña maldita que se negó a envejecer. Si han sido testigos, a lo largo de toda una vida, de la amistad profunda que nos unía, han decidido ahora ignorarlo y buscar en mí la culpa a un crimen que no comprenden. No es su acusación la que duele; a ella estoy acostumbrada y he aprendido a dejarla a un lado. Es el hecho de saber que un monstruo nos acecha y que nadie me creerá; que mientras ellos me persiguen, me insultan o intentan incluso acabar conmigo, algo terrible crece ahí afuera y se nutre de nuestros miedos, de nuestra ignorancia... y por lo que ha hecho con Moi, de nuestra sangre y nuestra vida.
De repente, rompiendo la quietud de la mañana, un aullido terrorífico de mi fiel amigo me hace temblar como si la sangre se hubiese helado en mis venas. Se acerca a la ventana, que ahora veo entreabierta y me apresuro a cerrar, pero ya es tarde... en el suelo, a mis pies, una gran pluma negra, terciopelo oscuro con brillos de seda, detiene mi respiración en mi pecho y trae a mis pupilas el terror más absoluto. Sé lo que significa, sé lo que anuncia, y comprendo que el peligro, para mí, ha cubierto todas las salidas. No hay lugar en el que esconderse, ni tiempo suficiente para huir, esa es su amenaza. No habrá piedad, porque no hay culpa en un depredador acechando a su presa. Estoy condenada por mis iguales y por ese ser oscuro que ha salido a cazar y me ha marcado ya como suya.
Han pasado varios minutos pero no se oye a nadie en el exterior; ninguna figura asoma, amenazante e indignada, exigiendo castigo... una parte de mí, la parte cobarde que se oculta tras estas paredes, casi desearía ver aparecer las antorchas y los gritos de los aldeanos, porque a ellos sí sé hacerles frente, con ellos sí me atrevo a salir a la luz. A mi mente acude la idea de que jamás en la vida me he escondido de nada ni nadie, ni siquiera cuando fui despreciada, rechazada y obligada a alejarme de los únicos seres humanos que conocía. Shadow continúa gruñendo al amanecer, que hoy ha decidido pintarse de gris y cubrirnos con su manto de agua y niebla; mi vello se eriza y corro a empaquetar mis exiguas pertenencias: algunas hierbas, mi otro vestido, la medalla que llevaba cuando me encontraron, mi arco, mi cuchillo, un pedazo de queso y un trozo de pan.
Me detengo en medio de la estancia sin saber qué hacer, sin atreverme a abrir la puerta y enfrentarme al pánico que me atenaza, que me ata con cadenas a lo que conozco, por malo que sea, con tal de no afrontar el misterio. Me inclino y tomo en mis manos la pluma, el arma que ha herido mi palma hace apenas una hora, y la sangre, que había dejado de manar, fluye de nuevo a los bordes ya casi cicatrizados, arrancando una gota que es absorbida por su negrura como el agua en un desierto. La aprieto con fuerza en mi puño cerrado y su suavidad, la aterciopelada caricia sobre mi piel, me sorprende y asusta a partes iguales. Es mi sangre la que la atempera, la que convierte en etérea y dúctil materia el duro filamento antes cortante y frío...
Salgo al exterior lentamente, como un ser temeroso de mostrarse a la luz naciente, pero lo hago con la cabeza bien alta, luchando por no mirar, asustada, en todas direcciones. Shadow sujeta entre sus dientes la manga de mi vestido e intenta obligarme a entrar de nuevo en la cabaña, pero no lo haré... ya no es mi lugar, mi refugio. Sin Moira, ha dejado de ser un hogar. Mis pasos me dirigen a lo más profundo del bosque, a la lobuna guarida que me acogía de niña, jugando al escondite con mi pequeña amiga. Shadow es su propio alfa, un lobo que ha escogido tener como única compañía a una humana solitaria, pero aún así es respetado en la manada y todos me reciben con alegría, dejando en mis manos el toque suave y húmedo de sus hocicos. Deposito mi petate en un rincón y salgo, decidida, a enfrentarme al asesino. Él es la oscuridad, es la muerte; es la sombra que acecha tras cada esquina, en cada rincón, recordándome que no hay lugar en el que ocultarme, que vigila cada uno de mis pasos, que siempre me ve... pero también es la respuesta a todas las preguntas que jamás me atreví a formular. No sé quién es, ni qué es, pero sé que no es humano. Quizás el infierno le haya dejado libre para atormentarnos, quizás sea un monstruo, una retorcida aberración que oculta su imagen deforme, aunque las sombras que he vislumbrado en el castillo niegan esa definición. Sea lo que sea, es el único ser que, como yo, desafía las leyes de la naturaleza, las leyes divinas de la existencia.
No soy consciente apenas del trayecto que me conduce hasta las ruinas, abandonadas por mí en el mismo momento en que él las convirtió en su refugio. El temblor de mis manos es tal, que aprieto mis puños hasta que mis uñas arrancan nuevas gotas de sangre. En mi palma, apretadas, dos plumas negras cada vez más cálidas, más suaves, más... vivas. No tengo fuerza, no poseo los poderes que los aldeanos me atribuyen, a pesar de mi eterna juventud y mis capacidades de curación, extrañas y misteriosas; no tengo el valor de una guerrera ni la astucia que necesito para tenderle una trampa u obligarle a salir. Lo único que deseo, lo único que soy capaz de hacer, es demostrarle que no podrá hacer que me oculte de él, que no dejaré que me destruya, como hizo con Moira, sin oponer resistencia; que, por mucho que le tema, temo más el no saber, el continuar viviendo una existencia ausente de sentido, de una explicación lógica a lo que yo misma soy o del lugar del que provengo. Antes de regresar al bosque, dejo las dos plumas sobre un sillar gastado por el tiempo y cubierto de musgo. Ellas son mi respuesta... ellas son mi pregunta.
Por: Taranis Mörk & Aeryn Tywyll
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