Valoración: 6/10
El nombre del deseo
Desde esa obra capital sobre la infidelidad que es Breve Encuentro al Eyes Wide Shut de Kubrick o la última película de Simon Staho, el cine ha sentido siempre una morbosa predilección por explorar los difusos nexos que conectan amor, sexo y deseo en las relaciones de pareja. La nueva propuesta del realizador canadiense Atom Egoyan apunta también en esta dirección y lo hace partiendo de una idea bastante manida. Si decimos que esta es la historia de un matrimonio en peligro sobre el fondo de una tórrida relación sexual a más de uno le vendrá a la mente una irrefrenable sensación de déjà vu. Sin ir más lejos, Chloe es un remake confeso de la película francesa Nathalie, de Anne Fontaine, aunque su director afirma que ha reinventado la trama original de manera sustancial.
Rescatando un erotismo que ya explotó en films como Exótica, Egoyan ahonda aquí en la vulnerabilidad de la mujer y los peligros del deseo a través de un trabajo mesuradamente sobrio. Catherine y David son un adinerado matrimonio de mediana edad que atraviesa una crisis no declarada. En apariencia bien avenidos, su relación amorosa se ha ido consumiendo por la rutina y las obligaciones profesionales. Tras varias ausencias sospechosas, Catherine ve en una irresistible señorita de compañía la oportunidad de poner a prueba a su esposo y confirmar sus temores de una vez por todas. Sorprendentemente, los relatos de los encuentros sexuales entre Chloe y David despiertan en ella sensaciones nuevas e incomprensibles que dejan al descubierto un vacío sexual y afectivo, oculto tras una vida de lujo. Entre las dos mujeres surge una compleja relación de intercambio, sin duda el punto más interesante del film, que degenerará poco a poco hacia un final trágico.
En un afán casi simbolista, la trabajada fotografía de Paul Sarossy nos va trasladando por una serie de atmósferas perfectamente recreadas, a través de cristales y espejos, de esa casa de diseño fría e impersonal a esos bares iluminados por la luz de las velas, espacios íntimos al abrigo de la lluvia y la nieve que barren las calles de Toronto. No es casualidad que el primer encuentro imaginario entre Chloe y David se produzca en el cálido interior de un invernadero. La hermosa -y en ocasiones poco sutil- música de corte clásico del incombustible Mychael Danna termina de otorgar al film un aspecto formalmente elegante.
Es gracias a los intérpretes -en especial al trabajo de Julianne Moore- que la película levanta el vuelo, sobreponiéndose incluso al regusto a telefilme barato que invade muchas de sus secuencias cuando el drama deriva en thriller. El excepcional registro de Moore consigue sostener por si solo escenas que en manos de otra actriz hubieran provocado el bochorno de los espectadores, secuencias difíciles y arriesgadas como la del hotel que Egoyan resuelve con una elegancia nada fácil de conseguir. Con todo, en ocasiones las licencias del guión sobrepasan esa fina línea que separa la sensibilidad de la carcajada. La notable interpretación de Amanda Seyfried queda eclipsada en gran medida por su belleza, una auténtica femme fatale con un cuerpo para el pecado que seguramente dará mucho que hablar en el futuro. Cierran el reparto el casi siempre convincente Liam Neeson y un joven Max Thieriot, asumiendo dos roles menos complejos que los de sus contrapartes femeninas.
El director de El dulce porvenir y Ararat vuelve a explorar con Chloe sus temas recurrentes, pero en esta ocasión lo hace con un trabajo mucho más convencional y accesible al espectador de grandes salas que sus anteriores largometrajes. Se sigue apreciando en ella un innegable sello de autor, pero esta película está mucho más cerca de Estados Unidos que de Canadá, flotando en un limbo creativo de géneros y temáticas. A pesar de todos sus defectos, un film sugerente, bien realizado y con unas interpretaciones excelentes, aunque resulta inevitable pensar que lo que cuenta esta película ya lo han contado otras antes.
Keichi
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