Valoración: 10/10
Das weiße band
La edad de la inocencia
A sus 67 años el realizador alemán Michael Haneke ha conseguido labrarse una impecable trayectoria profesional gracias a un cine subversivo de corte intelectual centrado en las barbaries del mundo civilizado. Quién haya visto películas como El tiempo del lobo o Caché sabe que sus trabajos ofrecen pocas concesiones. Siguiendo con ésta tónica, Das weiße band es una película que promete ser polémica no tanto por sus imágenes sino por el desolador mensaje en blanco que martiriza las cabezas de los espectadores una vez estos han abandonado la sala.
Durante casi dos horas y media la acción del film nos sitúa en un pequeño pueblo protestante del norte de Alemania, poco antes del estallido de la Primera Guerra Mundial. Una serie de extraños sucesos aparentemente inconexos van sumergiendo a toda la comunidad en un asfixiante clima de sospechas y secretos. Mediante un extensísimo reparto compuesto por magníficos intérpretes Haneke retrata a la perfección una pequeña sociedad rural anclada en el feudalismo y las tradiciones. Para ello el director centra su atención en los estamentos más importantes, representados en los personajes del barón, el administrador, el clérigo, el médico y el maestro. Y detrás de todos ellos, la omnipresente figura de los niños del pueblo.
A diferencia de sus anteriores trabajos, en esta ocasión el director explora una violencia mucho más psicológica que física. Aunque sus consecuencias nunca se muestran explícitamente, somos testigos de la férrea educación a la que son sometidos todos los jóvenes del pueblo, una enseñanza que encuentra sus principios rectores en la represión sexual, el castigo físico y la reprobación religiosa. Haneke renuncia a exponer la tesis de su rompecabezas o su desenlace, pero deja más que claro quién es el culpable y sus motivaciones. El coro de niños simboliza esa constante imagen del ángel vengador que imparte justa retribución a los pecados que oculta el mundo de los adultos. Sus inquietantes apariciones rituales en grupo nos recuerdan sobremanera a aquellos otros de El pueblo de los malditos de Wolf Rilla, aunque también podríamos referenciar aquí a la literatura de Herman Heese.
Das weiße band es una maravilla cinematográfica. Haneke narra los hechos a través del monótono relato del antiguo maestro del pueblo, los enfoca con una cámara muchas veces inmóvil e ilumina gracias a la soberbia fotografía en blanco y negro de Christian Berger, una serie de estampas costumbristas detenidas en el tiempo que son capaces de evocar a un mismo tiempo a Dreyer y al fotógrafo August Sander. No hay banda sonora en ningún momento de la película. A pesar de todos estos recursos anticlimáticos que buscan el distanciamiento del espectador, el director consigue crear una atmósfera cada vez más sugestiva en la que nada es evidente. La escena en la que los hijos del clérigo van a ser castigados, con ese plano fijo en la puerta cerrada mantenido en tensión, es un buen ejemplo de esa maestría.
Resulta casi obligatorio posicionarse sobre la verdadera lectura del film antes de terminar esta crítica. Aunque el propio Haneke define su trabajo como una alegoría sobre el génesis del nazismo no hay que tomar sus palabras al pie de la letra. Más de uno podría considerar que entendida de éste modo la película se convierte un verdadero insulto a la inteligencia de los espectadores. Nada más lejos de la realidad, Haneke responde a una inquietud propia de su generación al indagar en la infancia que vivieron los niños que más tarde se convirtieron en los fascistas que aterrorizaron al mundo. El apaleamiento del niño retrasado o la cinta blanca anudada en el brazo a modo de futura esvástica son quizás las únicas licencias que el director se permite pero después del recital de sutileza que hemos presenciado no se puede sino tolerarlas.
Das weiße band no es solo la mejor película Michael Haneke, sino también una de las que mejor ha abordado el tema de la corrupción de la infancia frente a la violencia. Su trabajo es una verdadera obra de orfebrería, compleja y exigente, tan sobria como provocativa e inquietante. Una merecidísima Palma de Oro en la última edición del Festival de Cannes que supone la consagración definitiva de todas las pretensiones agitadoras de la conciencia en el cine. De maestro a maestro, el director de Funny Games firma un trabajo digno del mejor Bergman.
Keichi
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