Para la cinematografía belga -más concretamente, la que procede de Valonia-Bruselas- hay un antes y un después de Rosetta, la Palma de Oro obtenida por los hermanos Dardenne en Cannes. Hace diez años aquel hito descubrió a Europa un cine de ficción propio más allá de la sombra protectora de Francia o los caminos fijados por su influyente escuela de documentalistas. Eso explica que poco a poco comiencen a llegarnos producciones de sus nuevos talentos, como es el caso de este primer largometraje de la directora Sophie Schoukens.
A sus veinte años, Marieke siente un completo desinterés por los chicos de su edad. Mientras ella mantiene encuentros sexuales con hombres de edad avanzada su madre vive en un estado de aislamiento emocional desde la muerte de su marido. La llegada de un viejo amigo de la familia desenterrará el oscuro pasado de los protagonistas. Así, la película es una historia de pérdida, la búsqueda del padre en los cuerpos de otros ante una imperante necesidad de amor, personajes que viven en un limbo existencialista con afán de metáfora.
El film se empeña en reivindicar constantemente su denominación de origen, la Bruselas gris de las cafeterías y el chocolate a la que pone voz la canción de Jacques Brel. Esa atmosfera efímera de tristeza y nostalgia la captura con mucho estilo la fotografía de Alain Marcoen, luminosamente fría, como la hermosura juvenil de la protagonista, esos primeros planos de pieles pálidas en la bañera. El protagonismo absoluto del film recae así en Hande Kodja (Meurtrières), una joven y prometedora interprete de belleza glacial bien explotada por el film. También convencen los trabajos de Barbara Sarafian y el veterano Jan Decleir, verdadero icono del cine flamenco.
No es de extrañar que el caldo de cultivo dramático que el guión ha ido preparando termine en nada. Se trata de un drama de ambiente, sin respuestas ni evolución alguna, sobrepuesto a sus personajes en la afectación de sus maneras. Como muchos dramas intimistas, el film de Sophie Schoukens tiende al exceso, tratando de extraer elementos poéticos de situaciones completamente banales o haciendo del llanto una catarsis de violencia. Resulta risible y hasta aceptable que la botella de whisky haya permanecido doce años en la maleta del escritor, detenida en el tiempo a la espera de que los secretos salgan a la luz, pero el momento de histeria en la bombonería ya es demasiado bochornoso.
A juzgar por algunos precedentes como Les fourmis rouges, de Stephan Carpiaux, gran parte del nuevo cine de autor belga parece tener una especial querencia por un tipo de historias que entroncan directamente con el film francés de las ultimas décadas, hoy ajenas al contexto histórico en que rodaban los maestros de la Nouvelle Vague. En efecto, aunque apunte maneras Marieke Marieke resulta tan poco creíble y forzada en los tiempos que corren que el desinterés es inevitable. Esta opera prima sin un fondo concreto se queda a medio camino de todo, abandonada en la mediocridad de su drama.
- Keichi -
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