CAPITULO 2
AERYN
El sol comienza a descender en el horizonte y puedo ver
las sombras avanzando con terrible lentitud sobre el bosque, cubriéndolo todo
con su manto de olvido y anonimato. Pronto se irán todos a dormir en el pueblo,
cerrando las puertas de sus casas con trabas de madera y ensalmos contra las
brujas, y será entonces mi hora, el momento de atravesar los caminos y rodear
las pobres chozas hasta alcanzar mi destino.
Está prohibida mi presencia entre estos aldeanos que
niegan ser mis iguales, marcándome como distinta y, por lo tanto, indeseada,
temida, odiada sin culpa por mi parte; de ahí la capa escarlata que me obligan
a llevar, la que anuncia mi llegada desde la distancia, para permitirles
divisarme y ocultarse de mi presencia. Pero no es el miedo a que me descubran
el que me hace mirar, temerosa, en todas direcciones; no la precaución que
adopto como norma para evitar el encuentro con quien no me desea cerca, sino
esa sensación extraña, ese hormigueo inquieto de la sangre en mis venas, ese
velo de oscuridad que se cierne sobre estas tierras desde hace un tiempo y que
nadie más parece notar.
Una energía feroz parece adueñarse de cada animal y cada
planta de los bosques, de cada árbol y cada rincón del que llamo mi hogar. Los
lobos aúllan noche tras noche en dirección al mar y sé que algo extraño, algo
peligroso se acerca, acorralándonos, empujándonos a refugiarnos bajo los míseros
techos incapaces de protegernos.
Me he demorado recogiendo las últimas hierbas que preciso
para la poción de Moira, aún sabiendo que ya está lejos de mí, lejos de todos
los que la han querido, y que sólo espera la mano misericordiosa de la parca
cortando el hilo de su vida.
Los árboles, mis amigos fieles desde que tengo memoria,
me ocultan de ojos extraños y transportan en sus hojas los rumores que circulan
de rama en rama, traídos por el viento, desde los fieros acantilados hasta los
campos sembrados, preñados de las esperanzas de los aldeanos. He perdido el
mar... mi mar azul, la ventana al infinito a la cual me asomaba cada atardecer.
Ahora me asusta el viejo lugar que siempre fue mi refugio; siento el pánico
helando mi sangre y aplastando mi pecho hasta que noto que no puedo ya respirar
si me acerco un paso más; pero no puedo alejarme, tampoco. Me llama un grito
sin voz, un hueco oscuro que espera ser llenado, algo peligroso, algo letal y
oscuro que espera envolverme en sus sombras. ¿Será verdad que el mal habita en
mí, como dicen las gentes del pueblo? ¿En qué me estoy convirtiendo, vagando
entre las ruinas cada atardecer, incapaz de regresar a mis bosques hasta que un
aullido, un sonido extraño o el eco de unos pasos en las piedras me arrancan
del trance en que estoy sumida y me permiten la huida cobarde una noche más?
Me he detenido en el claro que ha sido sólo nuestro
durante toda una vida; el viejo columpio cuyas sujeciones habremos cambiado
docenas de veces, la hierba que crece en todas partes y que ha desaparecido
bajo el asiento por nuestros pies arrastrándose por la tierra una y otra vez.
Me siento en él escuchando el crujido de las cuerdas deshilachadas al mecerme y
cierro los ojos dejándome deslizar en el calmo vaivén de la tarde que muere. Los
sonidos del bosque nocturno se desperezan en mis oídos y el aire se carga del
perfume de las flores de luna, de las que regalan su aroma y su belleza a los
hijos de la oscuridad. Recuerdo este asiento de madera gastado por el tiempo y
el día que lo colgamos de nuestro árbol, hace tantos años que ya he dejado de
contarlos. Nuestro árbol, nuestro columpio, nuestro claro, nuestra vida
juntas... una lágrima resbala por mi mejilla, consciente de que no podré
derramarlas en su presencia, a pesar de que ya no me reconoce. Moira fue mi
primera y única amiga, la única persona que ha estado a mi lado en todos estos
años de casi absoluto aislamiento. El vaivén lento con el que me impulso
despierta recuerdos dormidos hace décadas...
La madre de Moira, Mckenna, una vieja bruja de mal
carácter y rostro siempre avinagrado, me apartaba de un empujón llamándome
escoria irlandesa y haciendo un gesto que, no tardaría en enterarme, pretendía
alejar los malos espíritus. No recuerdo qué edad tenía yo, pero Moi me ha dicho
cientos de veces que éramos casi de la misma edad, así que supongo que tendría
4 apenas cumplidos. Es mi primera imagen del pasado: Un rostro hermoso, una
cabellera de oro sobre mi rostro cuando aquella voz dulce me daba un beso de
buenas noches llamándome su ángel- al menos sé que un día fui amada- y después
a la vieja tirándome al suelo en el centro del pueblo, frente a todos los
niños; la mujer de voz dulce nunca regresó. Los niños son crueles, lo sé de
primera mano, aunque también pueden encerrar toda la inocencia y el amor más
puro en sus almas aún limpias. Me tiraban piedras porque estaba permitido,
simplemente. Una adulta me había humillado, me había arrojado al suelo sin
contemplaciones, así que ellos me juzgarían por el mismo rasero, sin importar
cuál fuese mi culpa. Me encogí intentando minimizar la superficie susceptible
de ser golpeada hasta que Moira se puso delante de mí, haciendo de su
cuerpecillo menudo el escudo que habría de ser para mí hasta que la enfermedad
le impidió salir de su lecho. Desde ese día fuimos dos y todo fue nuestro. Ya
no estaba sola, y en mi sabiduría infantil aprendí que bastaba una persona para
conformar un mundo, porque el amor podría rellenar todos los huecos... o casi
todos. Cada atardecer, al terminar sus labores y sin importar lo mucho que su
madre la regañase, mi amiga se escapaba y en este claro recreábamos mil
historias acerca del castillo del acantilado, del duque con el que ella se iba
a casar y del forastero misterioso que llegaría de más allá del mar a buscarme
para llevarme a mi verdadero hogar, del que había sido arrebatada de niña, y
donde me esperaba un mundo mágico en el que cada pregunta tendría una
respuesta.
Ha llegado la noche y aún he de preparar la cesta que
quiero llevarle a Moi. He hecho sus pastelillos favoritos con un poco de harina
que el molinero me ha cambiado por las hierbas para su dolor de huesos. El
azúcar he tenido que suplicarlo además de dar a cambio la capa de lana que
acababa de coser, pero valdrá la pena ver el rostro de mi querida amiga cuando
los pruebe. Recojo los distintos elementos que preciso para masajear su cuerpo
dolorido y emprendo el camino. Es peligroso para mí que me descubran circulando
de noche cerca de sus casas, pero no quiero exponerme a la luz del día con esta
odiada capa roja, que señala mi supuesta culpa desde lejos, despertando
insultos y aún alguna pedrada ocasional. Moira jamás me culpó por algo de lo
que yo no era responsable... ni siquiera cuando se hizo patente que mi piel no
envejecería a la par que la suya, que mi paso no se haría más lento con los
años ni se marchitaría el color en mis mejillas mientras ella se doblegaba a
los años y los achaques que acabaron postrándola en su lecho de moribunda.
Limpio mis lágrimas una vez más y abandono el bosque que es mi hogar desde que
tengo memoria. Durante unas horas, mientras cuido de ella, mientras trenzo sus
cabellos plateados y perfumo su piel con loción de rosas y aloe, mientras
rememoro en voz alta las aventuras que vivimos de niñas, olvidaré que ella me
está dejando, latido tras latido, muy, muy atrás, donde ya no podré encontrarla
por más que extienda mi mano, esperándola en nuestro columpio.
….
TARANIS
La jornada de reinado del sol toca a su fin, terminan las
horas de agonía, de fugaces visitas a la paz del olvido del sueño para retornar
a la dolorosa realidad del físico sufrimiento...
Desnuda mi cuerpo mi alada cobertura en su retirada en el
instante mismo en que la noche despliega sus galas sobre mis tierras,
desvelando el misterio, despertando a las criaturas de las tinieblas...
Apenas puedo moverme, cada mínimo gesto es grito callado,
cada paso obscena carcajada irónica que susurra una condena, una maldición
sentenciada al eterno ciclo, al inalcanzable fin.
Camino en silencio, consciente de la nula utilidad de
cualquier gemido, queja, nada escapa de mis labios más allá de velados
gruñidos, estertores de un cuerpo eterno mas vulnerable a mi estigma en
inquebrantable fragilidad. No hay luz alguna a mi paso, ninguna antorcha
ilumina el pasillo que me conduce al exterior, no hay esperanza, no hay
voluntad en insuflarles de nuevo vida cuando sé... sé que apenas podré ver...
nada.
El gélido viento exterior colisiona con mi piel desnuda,
su aliento hecho daga tortura cada poro de mi piel, mientras, en inútil gesto,
abrazo mi torso reposando mi espalda contra el frío de una lápida olvidada,
testigo atemporal de que hubo un tiempo en que, sobre esta inhóspita roca hubo
vida, hubo un quizás, un futuro y unos sueños que precedieron a este presente
donde no hay nada más allá de la pesadilla.
Todo contorno es borroso, mis sentidos se apagan ahogados
en océanos de dolor, apenas puedo ver, mas sí sentir, sentir...demasiado.
Cálidas lágrimas resbalan por mi rostro, lágrimas de sangre escarlata que gota
a gota desgarran el dolor sobre un pecho donde un corazón hace demasiado ya que
no late.
Se alzan mis ojos vacíos hacia una luna que en su
cobardía trata de esconderse entre nubes que amenazan tormenta, ni ella,
adorada acompañante de mis noches, osa mirarme, no, no así.
Crece, crece el dolor. Grita, grita la agonía. Condena,
Maldición, eterno sortilegio que me sentencia a la muerte en vida, que me
fuerza, me obliga a tomar la vida para evitar la muerte... y hoy, hoy es la
noche.
Grito, grito alzándome, hechos mis puños martillo de
celestial fuerza, arrojándome contra la figura de un ángel yacente, un ser que,
en su marmórea eternidad llora la pérdida sobre una lápida cuya inscripción
borró el olvido hace demasiado. Grito, grito hecho uno mi lamento con el
aullido los hijos de la noche, los lobos, que, en su respeto, me circundan en
mística y reverente formación, mientras el rostro, las alas de mi pétreo igual
se deshacen entre mis manos ensangrentadas golpe a golpe.
Muere el ángel eterno, muere mi alma, hoy es la noche, el
depredador ha regresado.
Por: Taranis Mörk & Aeryn Tywyll
No hay comentarios:
Publicar un comentario